El caso José Robles

José Robles Pazos en 1918.
(c) The New York Times, cortesía de Dolores B. de Robles.

1936, apenas unos meses después del estallido de la guerra civil española. Las tropas de Franco han alcanzado la ribera del Manzanares y la caída de un Madrid implacablemente bombardeado parece inminente cuando el agregado militar norteamericano en España acude al Ministerio de la Guerra. Pretende hablar con Vladimir Gorev, el general más joven y brillante del Ejército Rojo soviético, enviado a España por Stalin, pero es recibido por su hombre de confianza, el gallego José Robles Pazos, un jovial e ilustrado teniente coronel que siempre viste de paisano, para disgusto de André Marty, el controvertido líder de las Brigadas Internacionales.
Robles Pazos, un intelectual cosmopolita nacido en Santiago de Compostela, era un ferviente republicano pese a proceder de una familia monárquica conservadora (su hermano Ramón llegaría a ser capitán general durante el franquismo), que nunca quiso sin embargo ser militar en ningún grupo político. El hombre que tradujo Manhattan Transfer y que mantuvo una gran amistad con su autor, John Dos Passos, y con Ernest Hemingway, los dos escritores más influyentes en la época, tenía un sincero y desinteresado compromiso con la causa republicana.

La guerra lo sorprende en España durante unas vacaciones y renuncia a volver a la seguridad de su puesto en la Universidad Johns Hopkins de Nueva York, incluso cuando el gobierno republicano decidió abandonar el Madrid sitiado para refugiarse en Valencia. Cuando se entrevista con el agregado militar estadounidense —que le reitera la conveniencia de regresar a Nueva York— Robles ignora que sus días están contados y que su asesinato provocará una de las polémicas más viscerales que incendiaron la literatura mundial. Su muerte, sepultada en una conspiración de silencio, es una mancha que los intelectuales del antifranquismo no supieron cómo abordar y que el escritor Ignacio Martínez de Pisón sacó a la luz en 2005 en su libro Enterrar a los muertos.

Aunque nacido en Santiago, Robles se crió en Madrid, donde su padre, traductor ocasional de poesía gallega, trabajaba como archivero. Dos Passos, el gran novelista norteamericano con el que mantuvo una fraternal amistad, lo describe en Años inolvidables, como “un excelente conversador, irónico y mordaz”. Pazos es admitido en los años 20 como profesor de la Universidad Johns Hopkins de Nueva York, el “nuevo Babylon” en el que Dos Passos y, en menor medida, Hemingway, serán sus cicerones. Dos Passos supo a través de Robles de la genialidad de un Valle Inclán por el que expresó admiración en una carta fechada en 1926 —le entusiasmaba especialmente Los cuernos de don Friolera—, y el compostelano compartió con el célebre amigo sus mordaces reflexiones sobre su desembarco como guionista en Hollywood. “No vale la pena pasar los días elaborando idioteces para Marlene Dietrich”, le escribió en una carta a propósito de su trabajo en El diablo era mujer, de Von Sternberg. Dos Passos —al que la muerte de Robles apartaría de sus convicciones comunistas— era en aquellos años un joven radical hasta la médula. Formó parte del comité que defendió en Chicago a los anarquistas Sacco y Vanzetti, cuya ejecución en 1927 tildó de asesinato, y en 1928 publicó El visado ruso, tras un viaje a la URSS, en el que expresó sus simpatías por la revolución.

La preocupación de Dos Passos por la República española lo llevó en 1936 a proponer la creación de una agencia de noticias independiente sobre la guerra para presionar a Roosevelt a vender armas a los republicanos. Frustrado este proyecto, el novelista concibió la idea de rodar un documental que mostrara al mundo el sufrimiento del pueblo español, para lo que se asoció con Hemingway. Tierra española se estrenaría, sin embargo, con unos créditos en los que ya no figuraba el nombre de Dos Passos, desencantado por el asesinato de su amigo gallego.

Francisco Ayala recuerda en sus memorias la primera noticia alarmante sobre la misteriosa desaparición de José Robles, que en diciembre del 36 prestaba en Valencia sus servicios en el Ministerio de la Guerra y en la embajada soviética. Una tarde faltó a la tertulia del Ideal Room, a la que asistían entre otros Alberti, Rosa Chacel o Alfaro Siqueiros. Nunca se le volvió a ver. Más tarde se supo que un grupo de hombres irrumpió de noche en su casa y se lo llevaron.

La mujer de Robles, la artista Márgara Villegas, movilizó desesperadamente a sus amigos intelectuales, pero Martínez de Pisón escribe que al menos uno de ellos, Rafael Alberti, de los más influyentes en aquel momento, le dio la espalda. El coruñés Eugenio Granell, uno de los referentes internacionales del movimiento surrealista, firmó en 1977 un ácido artículo en el que reprochaba a Alberti su silencio ante los asesinatos del estalinismo, entre ellos “el del profesor Robles, ordenado por los rusos”. Sólo en un posterior libro de conversaciones hablaría Alberti del caso Robles. Según el poeta gaditano, no hubo manera de defenderlo: “Decían que estaba probado que Robles era un espía y lo fusilaron”.

“Todo se subordinaba entonces a un eslogan: primero, ganar la guerra” —explica Martínez de Pisón, ganador del Goya por el guión de Las trece rosas—. “Se decía que difundir las miserias del bando republicano era dar cartuchos al enemigo. La izquierda renunció en el 36 a la verdad y ese dilema moral fue el que enfrentaría a Dos Pasos con Hemingway a causa del asesinato de Robles”, considera el escritor. El motivo por el que liquidaron a Robles es todavía objeto de discusión. Parece probado que su muerte se produjo tras ser interrogado en las checas de la NKVD (el germen del KGB) y que en la decisión de matarlo se implicó personalmente Alexander Orlov —el agente que reclutó a Kim Philby en Cambridge—, jefe de la red del espionaje soviético en España.

La hipótesis más extendida es que Robles, por su trabajo como asesor de los soviéticos, sabía demasiado y pudo cometer alguna indiscreción sobre los planes para aplastar a las milicias de la CNT y el POUM, que no acataban la disciplina del Partido Comunista, denunciados en el libro autobiográfico Homenaje a Cataluña por el Orwell de Rebelión en la granja y en la película de Ken Loach Tierra y Libertad. Martínez de Pisón argumenta otra explicación más perversa: la sorda pugna entre los militares soviéticos enviados a España y la propia NKVD. Stalin recelaba de la posible contaminación ideológica de aquellos generales rusos que habían combatido en España junto a trotskistas, anarquistas y republicanos. Y especialmente de uno de ellos, idolatrado por las tropas republicanas y el pueblo madrileño durante el asedio fascista a la capital: Vladimir Gorev, el jefe de Robles. Gorev, al que muchos historiadores consideran el auténtico salvador de Madrid al inicio de la contienda, fue fusilado por Stalin nada más pisar Moscú a su regreso de España y el principal argumento fue que su hombre de confianza, el gallego Robles Pazos, era un espía. “A Robles no lo fusilaron por traidor, lo fusilaron para hacer de él un traidor”, afirma Martínez de Pisón.

ROMERO, Santiago. "La espina gallega de Hemingway" [artículo íntegro], Suplemento de La Opinión A Coruña, 5/22/2011.