Como Borges sugiere al afirmar que “el texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”, la retraducción muestra claramente la vitalidad y buena salud de una cultura. Si nos atenemos a la retraducción de autores y pensadores clásicos, comprobamos que se trata de una actividad cada vez más habitual de la que sin duda salimos fortalecidos. Ahora bien, como veremos a lo largo de esta exposición, un simple vistazo a la retraducción de autores contemporáneos no nos permite ser tan optimistas.
Pero antes de entrar en materia, parece conveniente reflexionar brevemente sobre los motivos de este afán. Otro maestro hispanoamericano contemporáneo de Borges, Alfonso Reyes, afirmaba que “en punto de traducción es arriesgado hacer afirmaciones generales”, así que seremos prudentes y diremos que probablemente hay un poco de todo y que las razones son muy variadas: cambios en la noción de fidelidad o en los hábitos de lectura, lenguaje desfasado o mejor conocimiento de las demás lenguas, traducciones en distintos dialectos de la misma lengua, mala calidad, textos censurados, manipulaciones aceptadas en su momento e intolerables hoy, motivos religiosos o ideológicos, etc.
Retraducir es en suma una necesidad engendrada por el hecho de que la traducción perfecta es inaccesible, por lo que ésta se convierte entonces en una utopía en pos de la cual el mundo de la cultura no deja de progresar y de buscar nuevos caminos de expresión. La prueba más indiscutible de ello la ofrece la traducción de poesía, tal y como Yves Bonnefoy nos confirma al afirmar que “la traducción de un poema no puede sino saberse un simple momento en el interior de una serie de otras interpretaciones del mismo poema”. Tal consentimiento acordado, concluía, “fundará la actividad del traducir”. La traducción de poesía, por consiguiente, siempre es retraducción: la podríamos considerar incluso la retraducción por excelencia.
Cada época tiene un gusto y una manera de concebir la lengua y la literatura, desde luego, pero a mi modo de ver es la exigencia de los lectores avezados lo que ofrece el impulso para continuar adelante en el establecimiento definitivo de sus clásicos procedentes de otras lenguas. La diversidad de lectores y formas de abordar un texto son innumerables, por lo que la institución cultural propone, a través de las editoriales, distintas traducciones y ediciones para lectores con gustos e inquietudes diferentes. Se trata de una labor colectiva que compete única y exclusivamente a los hablantes de la lengua de destino.
Un buen ejemplo de ello son los chats de Internet donde, con pasión y mayor o menor acierto, no dejan de proponerse alternativas a propuestas clásicas. Mucho más significativo es la osada retraducción de El Quijote realizada recientemente por Aline Schulmann para Seuil al francés contemporáneo con el fin de convertirlo en una obra actual a la que pudiesen acceder sin problemas sus conciudadanos. Desde luego, el resultado es de verdad fascinante, pues se trata sencillamente de otro Quijote. De esta manera, como indica acertadamente el traductor Miguel Sáenz, las obras traducidas pertenecen a la literatura del país de la lengua a la que han sido traducidas. “Al hacer hablar o escribir en nuestro idioma a miles de personas que nunca hubieran podido hacerlo, con mentalidades muy distintas y pertenecientes a mundos y culturas muy diversos, la lengua tiene que realizar juegos malabares con los que se cimbrea, desarrolla y fortalece.”
Ahora bien, si la traducción se aparta del original y llega a ser una creación nueva, se plantea inmediatamente el problema de la autoría. Digámoslo más claramente: ¿quién es para nosotros el autor de Moby Dick , Herman Melville, José Mª Valverde o José Luis García y Maylee Yábar-Dávila ? ¿Y de Crimen y Castigo , Fiodor Dostoievski o Carlos Pujol? Casos en los que se ha considerado al traductor como creador no faltan, desde luego, como tampoco de todo lo contrario, pues la presentación de traducciones o recreaciones como obras originales depende exclusivamente de la posición que su traductor/autor ocupe en la sociedad literaria del momento. En cualquier caso, y siempre que no se profundice demasiado, todo el mundo parece estar de acuerdo que el traductor es un tipo particular de autor, que debe poseer un amplio conocimiento, una gran sensibilidad lingüística, mucho sentido común y, desde luego, estar en condiciones de experimentar, como Pierre Menard, la otredad.
Sin embargo, si el traductor fuese un verdadero creador, y por tanto un verdadero traditore , debería poseer la capacidad, independientemente de su estatus, de concebir cuando le viniese en gana la traducción de cualquier texto, traducido o no, que lo inspirase para ofrecérselo al público. Ahora bien, parece que tal libertad es propia de unos tiempos ya pretéritos, que podríamos denominar clásicos, y que el panorama en la época en la que vivimos, llamémosla contemporánea, no es tan halagüeño para el traductor, ya que traducir un libro es en la actualidad una actividad meramente profesional y altamente precaria, resultado de la transformación del traductor en un obrero integrado en una cadena industrial con fuertes determinantes comerciales. Dos factores han sido decisivos en esta mudanza. Primero, la aplicación estricta de la legislación relativa a la propiedad intelectual, pues para que un traductor pueda elegir libremente el texto sobre el que trabajar deben haber pasado 70 años desde la muerte de su autor. Segundo, porque la difusión de su obra sólo puede realizarse gracias a la inversión de un editor que, a su vez, se ve cada vez más sometido a los duros condicionantes del mercado. Examinemos más de cerca la situación.
La traducción en la edición contemporánea
Como todos ustedes ya saben, la difusión de obras literarias está restringida por la exclusividad que se exige en los contratos de edición, en aras de una mayor, y por supuesto necesaria, seguridad jurídica para el autor y el editor, lo cual traza un paisaje inédito en el arte literario que no parece haber sido considerado en su justa medida por los historiadores de la literatura. Además, el vertiginoso desarrollo de los medios de comunicación permite una estricta vigilancia del cumplimiento de las leyes. A ello debemos sumarle la proliferación de organismos internacionales que en el campo que nos ocupa ha tenido como consecuencia la creación de la Organización Mundial sobre la Propiedad Intelectual, la cual clasifica la traducción dentro de las obras derivadas junto a los diversos tipos de adaptaciones, de las que se distingue porque “no altera la composición de la obra” y “transforma sólo la forma de expresión de la misma”, aunque al mismo tiempo reconoce al traductor una parte de los derechos de autor. Como vemos, la ley defiende la fidelidad y excluye casi por completo la consideración de la traducción como creación. Sin embargo, a pesar de que oficialmente se acepta esta ingenua ficción legislativa, como veremos, la práctica termina instaurando la manipulación del texto, aunque no siguiendo a Borges, quien nunca se cansó de elogiar la infidelidad.
Estrechamente ligada a esta cuestión de los derechos, está el asunto de la originalidad, ya que la consecuencia de su sobrevaloración ha sido el reforzamiento de esta distinción tajante entre literatura original y literatura traducida. Y esa separación ha tenido otras consecuencias nefastas: por un lado, el descuido de la literatura traducida y del arte de la traducción dentro de la teoría de la literatura y, por otro, una notable disminución del nivel de las traducciones, especialmente en la prosa.
La explicación de ello se encuentra, cómo no, en un fenómeno bastante común en la actualidad: la literatura está sometida, como muchos otros sectores económicos, sobre todo a partir de los 90, a las reglas impuestas por el neoliberalismo, pensamiento único, capitalismo de consumo o como se quiera llamar. El resultado es que el mercado de la cultura se ha transformado en una parte más del mercado del ocio, siguiendo los pasos del cine o de la música, por señalar sólo dos de sus ilustres predecesores. Buena muestra de ello es la revista literaria más leída en este momento: Qué leer , la cual sigue el esquema establecido con éxito para el cine por Fotogramas (de hecho, las publica la misma casa).
Así pues, el perfil consumista del mercado ha rediseñado el mundo de la cultura, dejando de lado a los lectores cultivados e inquietos que son en definitiva quienes mantienen el mercado. El lector prototípico actual busca fundamentalmente verse a sí mismo en el texto lo cual conlleva una mínima exigencia por parte de los receptores de la literatura y que la calidad de lo publicado y el rigor de la institución literaria hayan disminuido alarmantemente. La culpa de ello se puede achacar a unos u otros, pero no debemos olvidar que el origen de este fenómeno se halla en el evidente deterioro de la educación, como prueba el hecho de que la mitad de la población española no lee nunca. Por lo tanto, todos somos, en mayor o menor medida, responsables de este fenómeno, ya que corregirlo compete a las instituciones y, en general, a toda la sociedad.
Pues bien, la teoría dice que el lector de una traducción debe tener plena confianza en el traductor, mientras este no demuestre lo contrario, pero habría que preguntarse si los lectores de bestseller son conscientes siquiera de que se trata de una traducción. Y es que lo mismo da un bestseller que una excelente novela: incluso a menudo coinciden. Nada permite distinguir entre ambos fuera de una lectura atenta y competente, ya que las obras creadas para satisfacer el ocio del lector y el ego del autor parasitan aquellas surgidas de la institución literaria defendida por las editoriales culturales. Puesto que todo el monte es orégano, se da entonces la paradoja de que los grandes grupos viven de las pequeñas editoriales que innovan fundándose en criterios artísticos para convertir posteriormente los productos de estas en mercancías destinadas a satisfacer una demanda muy variada y desconocida para ellos, aunque no para la pequeña editorial que compensa las carencias financieras gracias a un conocimiento detallado de ese público. Estas editoriales grupales han impuesto un sistema de producción industrial, en detrimento del artesanal, en el que los desorbitados adelantos concedidos a instancias de los agentes a los autores (hasta el punto de hacer la inversión en muchas ocasiones inviable de partida) obligan a un abaratamiento de costes que ha afectado ostensiblemente a la calidad de los productos. Esto viene agravado por el hecho de que unos pocos autores de éxito, y no el conjunto del catálogo como en las editoriales culturales, mantienen esas complejas estructuras empresariales por lo que se ven constantemente apremiados a producir libros a toda velocidad. Por si fuera poco, tales megagrupos llevan a cabo una política agresiva de expulsión de la competencia de las librerías mediante el aumento del número de títulos y de la promoción, que en demasiadas ocasiones es el único argumento de un libro. Añadamos, por último, que una distribuidora grupal pierde dinero cuando, para satisfacer una petición de un librero, tiene que ir a buscar un libro que ha dejado de ser novedad y está almacenado en una caja perdida. Como consecuencia, la inversión en publicidad es muy fuerte y el mercado se satura, pues los ejemplares devueltos son sustituidos inmediatamente por novedades en una huida hacia adelante que amenaza permanentemente con provocar un colapso del sector. Los efectos son un bajísimo nivel de la mayor parte de lo publicado, una permanencia muy breve de las obras en librerías y, lo que es peor, la imposibilidad de que los lectores puedan orientarse en ese maremágnum donde constantemente se intenta dar gato por liebre.
Por lo que respecta a la traducción, la reducción de costes comentada ha llevado a una escandalosa congelación, cuando no disminución, de tarifas. En este sentido, merece la pena resaltar la práctica pirata de multitud de editoriales, grandes y pequeñas, consistente en no pagar o hacerlo en condiciones intolerables, en muchas ocasiones con el fin de evitar un coste de adquisición de los derechos de una traducción que les parecen desmedidos, lo cual de paso pone de manifiesto una de las razones, espuria, para retraducir. Así, resulta imposible para muchos traductores vivir de su profesión, por lo que algunos excelentes se han perdido para la traducción literaria dejando sitio a amateurs que reciben la misma remuneración que los veteranos.
En tal confusión no es de extrañar que el traductor sea el mismo para los bestsellers, o mejor dicho, proyectos de bestseller , y para las obras literarias. Y lo más grave es que traduce igual ambos tipos de texto, cuando no se le dedica más tiempo al bestseller, pues ¿qué hacer con un escritor malo?, ¿mejorar el estilo o dejarlo como está a riesgo de que el editor considere la traducción mala? Y es que a veces lo que parecen errores de traducción hay atribuirlos a las burradas que dicen los textos de partida. María Luisa Balseiro lo resume acertadamente este descuido generalizado cuando dice que los traductores se ven obligados a traducir demasiado y demasiado deprisa, reconociendo al mismo tiempo que se escribe demasiado y demasiado deprisa. Eso por no entrar en las traducciones hechas a partir de lenguas cercanas y no de la lengua original.
En definitiva, la traducción de contemporáneos se encuentra en una situación muy distinta a la de la traducción de clásicos, debido a todo lo dicho y a otra penosa consecuencia del perfil casi exclusivamente mercantilista de la cultura: la uniformidad de los textos. Puesto que se exige lo mismo para todos los libros omitiendo su calidad y el traductor no es más que un operario a cuya labor se niega toda consideración artística, la traslación lingüística debe ser reescritura puramente técnica, no reelaboración, dejando fuera cualquier miramiento erudito. El principio que rige actualmente el trabajo del traductor es que la traducción debe ser irreconocible como tal, esto es, que el traductor debe pasar inadvertido: si algo nos recuerda que estamos leyendo una traducción, el traductor ha fracasado. El hecho de que la corrección normativa se haya convertido en un límite infranqueable ha despojado a la mayor parte de los traductores de todo creativo. Se debe traducir entonces el espíritu de la obra, se dice, a pesar de que, de nuevo gracias a Borges, sabemos que “traducir el espíritu es una intención tan enorme y tan fantasmal que bien puede quedar como inofensiva”. Lo que temía el escritor porteño es, sin embargo, lo habitual: los traductores se consagran a elaborar paráfrasis en espofcont (esto es, en español oficial contemporáneo) y, si algo no entienden, le preguntan por mail al autor, quien se suele mostrar atento con su traductor y responde amablemente a sus dudas. Según Ezra Pound, “hay muchos más traductores que fracasan por falta de carácter que por falta de inteligencia”. El resultado es obviamente un texto empobrecido.
Pero ahí no queda la cosa, ya que, en un plano teórico y a pesar de la evidencia de lo aquí expuesto, no deja de equipararse la traducción a la creación, lo cual en tales circunstancias ha supuesto que se tolere el todo vale, lógico resultado de unas pésimas condiciones de trabajo. Así pues, en la libertad de traducción que se da últimamente a los traductores, que como he señalado están cada vez menos preparados, no aparece creación feliz que aporte al idioma más que anglicismos: se trata simplemente de ocultar la chapuza. No es de extrañar entonces que haya escritores jóvenes, acostumbrados a leer literatura traducida, cuyo estilo apeste a traducción, esto es, a mala traducción.
Para finalizar con este sombrío cuadro y poder adentrarnos en un paisaje más luminoso, concluiremos que el traductor no trabaja en función del uso de su soberana libertad como artista y, si hace uso de tal libertad, no podrá difundir su trabajo, salvo que lo haga en forma de fragmentos presentados como citas o juegos de diletante. Su trabajo creativo se realiza por designación de un editor, quien como hemos visto no siempre sigue consideraciones de carácter literario. No hay por tanto indagación en el mensaje de la literatura contemporánea, nadie traduce contra nadie, en palabras de Borges otra vez. Tal situación podría haber sido precisamente un argumento borgiano, pues, al contrario que el autor, el traductor de hoy sólo puede esperar réplica de los lectores de dentro de un siglo, no de sus contemporáneos. Pero no hay mal que por bien no venga, ya que la retraducción tiene un esplendoroso futuro ante sí.
El rescate de obras contemporáneas
Sin embargo, la utópica búsqueda de la traducción perfecta no se ha abandonado, no podrá ser abandonada nunca, y por muy perverso que sea el estado de la traducción o muy insalvables los obstáculos, el afán de retrabajar incluso con los contemporáneos continúa vigente. Así, la anomalía se disuelve con lectores, editores y traductores instruidos y consecuentes con estos hechos, que los hay, así como con una adecuada comunicación entre ellos. Esto sucede en editoriales conscientes, que las hay, de su verdadera labor, auténticos rebeldes que han hecho de la resistencia el principio rector de la edición y por ende de la literatura. Son editoriales como Anagrama, Pre-textos, Tusquets, El Acantilado, Siruela o Lengua de Trapo.
Sus editores, sabedores de que numerosas obras han pasado inadvertidas debido, como ya se ha visto, a la demente política de novedades, realizan una importante labor de rescate. Es el caso de las obras de Sándor Márai, publicadas por Salamandra y retraducidas por Judit Xantus, la traductora e introductora de la literatura húngara en español fallecida recientemente, cuyo inesperado e insólito éxito puso de moda hace un par de años los rescates en la edición española, de forma que no es raro oír últimamente entre los editores de los megagrupos, impostando un discurso propio del editor cultural, su interés por los textos "injustamente" olvidados. No parecen darse cuenta de que están hablando de la mayoría de los libros que se publican, o mejor dicho, que están publicando ellos mismos en estos momentos, y que están condenando al fondo del almacén. Al principio el fenómeno se limitaba a retraducir textos de los años 20 y 30, incluso de posguerra, aunque el espectro temporal se está ampliando y se vuelven a publicar obras aparecidas en los años ochenta.
Así pues, examinaremos cómo encaran la retraducción este tipo de editoriales que, a pesar de padecer incluso mayores condicionamientos económicos que los grandes grupos, no se dejan arrastrar por el mercantilismo insaciable. Son además las únicas que conocen de verdad su catálogo y, por consiguiente, pueden ofrecer datos fiables. Dos ejemplos y algunos datos.
Según su editora, Ofelia Grande, la editorial Siruela, una de las casas señeras gracias a la cuidada selección de los textos y al buen gusto de la edición de los libros, publica habitualmente alrededor de 4 o 5 rescates al año, normalmente de ensayo. Si la traducción fue encargada y publicada en su momento por la propia editorial, se encomienda al mismo traductor la corrección para enmendar los posibles errores, por supuesto, pero también para mejorarla dentro de lo posible. En el caso de que se haya adquirido a los detentores de los derechos, se encarga la revisión a un especialista en el tema y posteriormente se hace una corrección de estilo. Cuando la traducción está sencillamente obsoleta, la revisa otro traductor de confianza, y sólo se retraduce cuando, además de estar obsoleta (pasada de moda o en otro dialecto), es francamente mala, circunstancia que este año se ha producido en dos ocasiones.
El segundo caso que expongo es el de la editorial Anagrama, comúnmente reconocida por la calidad de sus traducciones y por los rescates que su editor, Jorge Herralde, lleva a cabo de las obras que en su día publicaron los editores que lo precedieron y de los que aprendió el oficio. Pues bien, una décima parte de su programa editorial son, como en el caso de Siruela, rescates de obras descatalogadas o de su propio fondo editorial, y tanto si han sido publicadas por Anagrama como si no, se revisan y corrigen. En caso de que rechace una, normalmente por su mala calidad o por estar traducidas a un dialecto hispanoamericano que las hace incomprensibles para el lector español, su retraducción se encarga a un traductor de confianza. Esto ocurre en un 10 % de las obras rescatadas y sólo entre las que se han adquirido a los traductores.
Pero entre las retraducciones realizadas por Anagrama, un caso llama particularmente la atención: el de Lolita . Es bien conocido que los Nabokov, a partir del éxito internacional de esta novela, se convirtieron en una empresa dedicada a promover la obra de Vladimir en todo el mundo, por lo que vigilaban de cerca las traducciones a otros idiomas. En Suecia, Véra descubrió que la traducción del libro era claramente defectuosa y los Nabokov no pararon hasta que los ejemplares impresos fueron quemados en un vertedero en los alrededores de Estocolmo.
Sin embargo, la traducción al español de Enrique Tejedor de la misma obra presentaba deficiencias similares, a pesar de lo cual Anagrama la compró a Grijalbo Argentina y la publicó por primera vez en España en 1986. Como todos sabemos, Argentina sufría por aquel entonces una férrea dictadura militar que ejercía una implacable censura sobre las editoriales. No es de extrañar entonces que la traducción de tan polémico texto apareciese mutilada y que su autor no tuviese ninguna opción de controlarla, ya que la inseguridad jurídica y las dificultades de comunicación son dos entre tantas de las consecuencias del totalitarismo. Ahora bien, ¿por qué confió Anagrama en la calidad de la traducción a la hora de adquirirla para publicarla en España? La respuesta a este interrogante la encontramos en una característica ya expuesta de la editorial: su respeto por la impagable labor cultural de algunos editores clásicos de la edición en español. Y es que tras el pseudónimo de Enrique Tejedor se esconde el prestigioso Enrique Pezzoni, editor, y también traductor, de la editorial Sudamericana y, por tanto, gran impulsor de la nueva literatura hispanoamericana en los años sesenta y setenta. Además, el texto venía avalado por la reconocida profesora Nora Catelli, autora asimismo de Anagrama. El caso es que la denuncia pública realizada por la revista Letras Libres terminó haciendo saltar todas las alarmas: no sólo faltaban trozos, sino que además la traducción era francamente mala. Inmediatamente la editorial encargó una nueva traducción a Francesc Roca y se volvió a publicar fielmente en 2003 para nuestro disfrute.
Conclusión
En este punto, hubiésemos deseado acabar esta exposición con unos datos sobre el porcentaje de retraducciones con respecto al número total de obras literarias publicadas en la actualidad, pero ni el Gremio de Editores ni la ACEtt disponen de ellos. No obstante, los dos ejemplos mostrados nos permiten aventurar provisionalmente que se retraduce el 10% de los textos recuperados, esto es, el 1% del total de las traducciones ofrecidas al público por las editoriales culturales.
Sí podemos afirmar que en la actualidad, más que la retraducción, se practica la corrección de la traducción, la cual también depende del estatus que el traductor/autor ocupa en la sociedad literaria del momento. Y aquí podemos apreciar de nuevo las diferencias entre una editorial consciente y otra inconsciente. Por ejemplo, Siruela ha publicado Las palmeras salvajes de W. Faulkner en versión de J. L. Borges sin ningún tipo de retoque, porque se consideró como una obra de arte en sí. No ocurre, sin embargo, lo mismo con su versión de Orlando de Virginia Woolf, para muchos mejor que la obra original, la cual se encuentra en el mercado como una traducción más, bajo la autoría única de Virginia Woolf, pues nuestro acompañante a lo largo de esta exposición sólo aparece en la página de créditos.
Más allá de tales consideraciones, merece la pena destacar la labor de estas y otras editoriales culturales, que manifiesta una firme fe por parte de sus editores en el arte, convirtiéndose de esta forma en un factor decisivo en la historia de la literatura contemporánea. A pesar de las exiguas ventas de libros o de los costes y desvelos que supone, el ejemplo de Lolita y otras grandes retraducciones de los últimos años (como Bajo el volcán de Malcolm Lowry, en Tusquets, El libro del desasosiego de Fernando Pessoa, en El Acantilado, o El hombre sin atributos de Robert Musil, en Seix Barral) muestran que el esfuerzo por mantener en el mercado traducciones de calidad es un criterio fundamental para decidir qué textos nos sobrevivirán. Los clásicos contemporáneos vienen en suma predeterminados por la reedición impulsada por los editores conscientes respaldados por traductores, asesores, críticos y la institución literaria en general.
¿Traducción o creación? La pregunta sigue sin respuesta, pues de lo dicho se desprende a la vez que la realidad económica se decanta por la primera alternativa y que algunos traductores y editores no se resignan a ella. Mientras tanto el lector español seguirá leyendo a Rober Walser a través de la pluma de Juan José del Solar o a Ian McEwan a través de la de Jaime Zulaika, igual que llevamos ya un tiempo leyendo a Oscar Wilde en versión de Julio Gómez de La Serna o a Stendhal en la de Consuelo Berges. ¿Por cuánto tiempo? ¿Cuándo alguien se decidirá a traducir contra ellos, como deseaba Borges?
ORTIZ GOZALO, Juan Manuel. "La retraducción de literatura contemporánea", en Vasos Comunicantes, n.º 29, ACEtt.
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Conferencia pronunciada en el I Seminario sobre Retraducción organizado en los días 26 y 27 de septiembre de 2003 por la Universidad de Málaga. Juan Manuel Ortiz (Madrid, 1965) estudió lingüística en la Universidad Complutense de Madrid y en la EHESS de París. Ha desempeñado las funciones de editor y responsable de derechos en la editorial Lengua de Trapo, donde ha dirigido la colección Otras Lenguas. En la actualidad trabaja por libre como editor y traductor, además de escribir para diversas revistas culturales.
Imágenes: Estampas pertenecientes a la "Colección 476", 2.ª serie, París: Romanet & cie.1890-1900.
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