La angustia del traductor

Traducir, se diría, es algo que se hace necesario debido a la diversidad de las lenguas. Pero esto, expresado así, resulta demasiado ambiguo. No es que primero tomemos conciencia de la diversidad de las lenguas y después nos pongamos (algunos) a traducir. La actividad de la traducción está, al menos in nuce, inscrita en la simple conciencia de la diversidad de las lenguas, en la primera experiencia de la existencia de otras lenguas distintas de la nuestra. Y sólo en esa experiencia puede el hablante enterarse de la existencia de esas "extrañas" entidades de las que hablaba Saussure. Sólo ante el espesor o la densidad de una lengua que no entendemos -pero de cuyo carácter formal de lengua no dudamos ni un momento, aunque se nos escapen todos sus contenidos- comenzamos a sospechar ese mismo espesor en nuestra propia lengua. Son, pues, paradójicamente, las otras lenguas las que nos hacen conscientes de que nosotros también tenemos una, una que es algo más que el simple instrumento al servicio de nuestras intenciones mentales o que el mero reflejo del mundo que nos rodea. Desde ese preciso instante, surge la cuestión de lo que Tomás Segovia llama en estas páginas "mismidad" (entre comillas), es decir, la cuestión de poder decir "lo mismo" en diferentes lenguas. Pero, a partir de ese primer hallazgo, la perplejidad no hace más que aumenta, pues a la idea misma de "correspondencia" de significados entre lenguas se antepone la dificultad de que, en cada una de las lenguas (y esta es otra de las cosas que la necesidad de traducir nos hace notar), cada término no tiene un significado único, ni siquiera a menudo uno prevalente o privilegiado. Suponemos que aquello que los chomskianos denominan "la intuición del oyente-hablante" permite a cada cual detectar el significado correcto o adecuado en cada momento, elegirlo de entre todos los posibles, sin vacilar. Pero esa intuición es precisamente la que falta -salvo en casos de bilingüismo perfecto, que son rarísimos- a quien se propone traducir. Y precisamente por ello, ya desde antiguo, la actividad de los traductores ha luchado por convertir en algo semejante a una "técnica" ese arte de elegir el significado adecuado que para quien habla su lengua materna es "inmediato". Los traductores llaman a menudo "reducción de la ambigüedad" a esta técnica que consiste en determinar, según el contexto, el significado que ha de seleccionarse de entre toda la galaxia de potencialidades semánticas que encierra cada una de las palabras de un texto.

Arquímedes pensativo, 1620
Domenico Fetti (1588-1623)


Estas decisiones son auténticas incisiones que cortan el discurso por un determinado lugar y en un determinado sentido, abriendo trayectorias interpretativas difícilmente reversibles, que encaminan al lector en una dirección y lo inducen a abandonar todas las demás vías posibles. Sólo quien ha aceptado alguna vez esta responsabilidad conoce la angustia del traductor, que se encuentra solo en esa tierra de nadie que es la frontera imposible entre dos lenguas, demasiado lejos de la suya como para poder recurrir a su habitual depósito de criterios involuntariamente aprendidos, pero no tan inmerso en la ajena como para poder emprender uno de esos caminos -y desechar los restantes- sin el temor de estar internándose en una "senda perdida" o de dejarse guiar por un "falso amigo" que, en lugar de sacarlo del laberinto, lo llevará ante la feroz presencia del Minotauro, que en este caso no es el sinsentido, sino ese "otro sentido" errado que lo hará acreedor del título de traidor, tan generosamente dispensado por la crítica, especialmente cuando ésta se erige en guardiana de una presunta ortodoxia literal que mantiene la fidelidad a un texto que, también para el traductor, debe ser sagrado. "Reducir la ambigüedad según el contexto" no es, por supuesto, una fórmula que se pueda aplicar mecánicamente.

SEGOVIA, Tomás y José Luis Pardo. Miradas al lenguaje [versión restringida]. México: El colegio de Mexico, 2007, pp. 9-11.