"El Quixote inglés"

La primera traducción inglesa de una obra hispánica no fue de un autor castellano sino de uno catalán: The Book of the Ordre of Chivalry (1484?), traducido por William Caxton a partir de la traducción francesa del Libre de l’orde de cavalleria, de Ramon Lull. Muchos años después, en 1530, se publicó una libre adapción poética hecha por John Rastell de los cuatro primeros actos de La tragicomedia de Calisto y Melibea, de Fernando de Rojas, que puede considerarse la primera traducción inglesa de una obra castellana. Pero el primer autor español en ser considerado un clásico por los ingleses no fue ninguno de estos dos grandes sino uno que suena mucho menos hoy en día: fray Antonio de Guevara, que llegaría a ser el escritor español más popular en Inglaterra a lo largo del siglo XVI. La traducción de su Libro áureo de Marco Aurelio fue el texto de origen español más vendido en dicho país durante esa centuria, durante la cual se publicaron unas 30 ediciones inglesas de sus obras. Es una cifra modesta en comparación con la de sus traducciones francesas (hubo 43 ediciones francesas del Reloj de príncipes), pero ningún otro autor español de dicho siglo puede compararse con Guevara en cuanto al número de ediciones inglesas más o menos contemporáneas de sus obras. Su popularidad en Inglaterra no fue, sin embargo, muy duradera, y se eclipsó por completo en el XVII, igual que en otros países. Se le había leído como una fuente amena de saber universal, pero hacia finales del XVI fueron apareciendo obras enciclopédicas más de fiar...



Al declinar la popularidad de Guevara, empezó el auge en Inglaterra de las traducciones de libros de caballerías, de novelas picarescas (sobre todo el Lazarillo) y de libros religiosos (especialmente los de fray Luis de Granada), que tuvieron bastante popularidad entre 1570 y 1700. Durante los siglos XVI y XVII se publicaron unas 550 ediciones de traducciones inglesas de libros españoles, cifra considerable aunque también modesta en comparación con la de Francia, donde tan sólo en el siglo XVI se publicaron al menos 625 ediciones de traducciones de obras españolas.


De esta manera comenzó a formarse en los siglos XVI y XVII el concepto inglés de «clásico español». Como hemos visto, fue desde el principio un concepto inestable. Los libros de caballerías, los religiosos y los de Guevara no duraron ni un siglo como clásicos españoles en Inglaterra, y sólo la novela picaresca logró un puesto más fijo dentro de este precario canon. A lo largo de los siglos que han transcurrido después, el concepto inglés de «clásicos españoles» ha seguido con una vida muy tenue. En la actualidad se traducen muchas obras españolas, pero la gran mayoría de estas traducciones se venden mal y tienen poco impacto. Sólo hay dos autores españoles que se consideran clásicos en el Reino Unido hoy en día: Cervantes y Lorca (me restrinjo a este país y no hago referencia a otras partes del mundo anglohablante por motivos de tiempo y de ignorancia). Y estos dos autores ocupan su sitio en el reducido canon de «clásicos extranjeros en Inglaterra» por motivos erróneos y gracias a lecturas equivocadas: para ser más exacto, gracias a lecturas equivocadamente románticas. Don Quijote es para los británicos un noble héroe que lucha por sus ideales en un mundo materialista y hostil, y Lorca es la expresión de la España de los toros y de los bailaores gitanos con claveles detrás de la oreja. Esta extraña situación refleja la persistente visión británica de España como país esencialmente romántico, que nació hace dos siglos con los propios románticos no españoles y que persiste hoy gracias al turismo. Refleja también el provincianismo del mundo literario inglés, que se cree fuerte y autosuficiente, por no decir superior, y por lo tanto no siente ninguna necesidad de contribuciones extranjeras a sus tradiciones. En el Reino Unido hay cierto condescendiente reconocimiento de las relativas virtudes de la literatura francesa, reflejo del hecho de que el francés es, desde tiempos inmemoriales, la lengua extranjera más estudiada en los colegios y las universidades británicas. Pero la literatura española sigue desconociéndose, con la excepción de los dos autores mencionados, a pesar de los esfuerzos de los traductores y de aquellos editores que hacen lo que pueden para mejorar este triste panorama, tarea difícil en un país en el que sólo un 2 por ciento de los libros vendidos son traducciones.

Dentro del contexto que acabo de esbozar, he traducido tres clásicos hispánicos muy diferentes. Primero traduje una obra aceptada, por fin, en España como una novela clásica, pero desconocida fuera del mundo hispanohablante: La Regenta. Mi intención en este caso era, por lo tanto, conseguir que se reconociese como novela clásica en el Reino Unido. El proyecto empezó bien, con un contrato firmado con una de las editoras más importantes de este país, Penguin Books. Cuando la traducción se publicó, en 1984, seguí por buen camino porque hubo reseñas muy positivas en toda la prensa nacional de calidad, y se habló en ellas de «la revelación de un clásico olvidado». Pero después, lo normal: unas ventas decepcionantes --a estas alturas cuatro o cinco docenas anuales-- y La Regenta sigue siendo tan desconocida en el mundo anglófono como siempre.

Algunos años más tarde, junto con los compañeros del Obradoiro de Traducción Literaria do Centro de Estudios Galegos de Oxford, traduje a un escritor reconocido en Galicia como un clásico, pero no así en España (y, evidentemente, desconocido en el Reino Unido también), porque escribe siempre en la lengua gallega: Xosé Luís Méndez Ferrín. Nuestra antología de cuentos suyos, "Them" and Other Stories, se publicó en 1996. Aunque se enviaron ejemplares a toda la prensa inglesa, el libro no consiguió ni una sola mención en sus abundantes y voluminosas páginas. Hubo reseñas largas y muy favorables en la prensa galesa e incluso la bretona, pero las ventas han sido mínimas. Lo normal.

Con mi última traducción, que en estos momentos está en prensa, el objetivo no es el de conseguir que un libro desconocido se acepte en el Reino Unido como un clásico, sino el de rectificar la errónea visión británica de un clásico ya establecido, el Quijote. Ojalá tenga más éxito esta vez.




La mía es la decimotercera traducción inglesa de esta obra maestra. Varias de las primeras (me refiero a las de Thomas Shelton, 1612 y 1620; John Phillips, 1687; Peter Motteux, 1712; y Tobias Smollett, 1755) son interesantes porque consiguen captar en cierto modo la viveza, la gracia y el humor del texto de Cervantes. El suyo es un estilo de traducción libre, alegre, lúdico, porque reflejan la opinión crítica de aquellos tiempos, la de que el Quijote es, como el mismo autor insiste, un libro de risa, y que su protagonista no es más que un viejo idiota que se vuelve loco leyendo demasiado y durmiendo demasiado poco, que pierde la habilidad de distinguir entre ficciones sobre caballeros andantes y la vida real, y que tiene toda la culpa de los absurdos desastres que sufre como consecuencia de todo esto. Pero aquellas primeras traducciones son demasiado inexactas, porque sus autores sólo disponían de diccionarios y otros libros de referencia muy rudimentarios, y practicaban un método de traducción mucho más libre de lo que es aceptable hoy en día.


Charles Jervas, cuya traducción se publicó en 1742, es relevante porque inicia una tradición muy distinta: sigue el texto original lo más fielmente posible, y no cabe duda de que esta innovación es positiva. Pero su versión carece de la energía y la alegría de la prosa de Cervantes, y de esta manera convierte el Quijote en un libro aburrido; lo cual es un pecado casi imperdonable pero cometido con mucha frecuencia en años posteriores, porque las traducciones realizadas durante los siglos XIX y XX se mantienen por regla general dentro de la tradición establecida por Jervas, la de la traducción literal y poco imaginativa.

La tendencia entre los traductores posteriores de seguir el ejemplo de Jervas y convertir el Quijote en una novela solemne fue fortalecida por la lectura impuesta por los románticos a fines del siglo XVIII y principios del XIX, según la cual el protagonista no es en absoluto un idiota sino todo un héroe romántico que lucha por sus nobles ideales espirituales en un mundo materialista e incomprensivo. Al igual que tantas otras ideas románticas, esta visión del Quijote sigue imperando hoy. Aunque es una interpretación muy parcial, por no decir equivocada, fue necesaria para que la novela de Cervantes se reconociese modernamente como un clásico universal, por culpa de los extraños problemas que mucha gente tiene para tomar en serio los libros de risa.

Después de Jervas, y a pesar de la revalorización romántica, transcurrió casi siglo y medio sin que apareciese ninguna traducción nueva del Quijote al inglés; y entonces se publicaron tres traducciones en siete años. La tradición iniciada por Jervas se perpetúa en aquellas traducciones inglesas de la década de 1880, de Alexander J. Duffield (1881), John Ormsby (1885), y Henry Edward Watts (1888), traductores admirablemente meticulosos —sobre todo Ormsby— pero excesivamente literales. Las cuatro traducciones inglesas publicadas durante el siglo XX (Samuel Putnam, 1949; J. M. Cohen, 1950; Walter Starkie, 1964; y Burton Raffel, 1995) siguen, en general, dentro de la misma tradición.

El objetivo de mi traducción es combinar las virtudes de los dos tipos de traductores, los libres y jocosos por una parte y los exactos y solemnes por otra. En ella busco exactitud sin solemnidad, jocosidad sin excesiva libertad. Quise escribir un Quijote inglés del que el lector disfrutara en vez de sentirse obligado a perseverar con un texto importante pero aburrido. Quise que los ingleses dejasen de comentar que no comprenden cómo tal tocho puede tener tanta importancia en la historia de la literatura universal.




Pero para conseguir esto tuve que luchar con un gran problema psicológico que aqueja a todo traductor literario, y que es mayor aún para el traductor de un clásico. Es inevitable la tentación de sentirse muy inferior al escritor original, de considerarse un mero y humilde artesano frente al artista a quien se traduce. Este sentimiento de inferioridad siempre tiene consecuencias nefastas para la traducción, y el traductor debe combatirlo con tesón y valor. Porque Cervantes escribe con fuerza, valentía y audacia, y si su traductor se siente atemorizado como mero artesano ante esta grandiosa presencia, su actitud al escribir no podrá reproducir, como debe, la que dio vida al texto original, sino que será precisamente la contraria: actitud de timidez, de cómoda flojeza. Este es el traductor que acepta desde antes de comenzar que no va a poder conseguir más que una pálida sombra del texto original, lamentable metáfora tantas veces repetida. Las predicciones de este tipo siempre se encargan de cumplirse ellas solas.


El escritor artista se enfenta con el lenguaje, busca nuevas maneras de expresar sus nuevas maneras de ver el mundo, rompe las reglas, rechaza la frase hecha y el lugar común y el lenguaje cansado e insípido. Pero el traductor artesano no se atreve a tanto. Tiene miedo: tiene miedo, por ejemplo, a los críticos, que le pueden acusar de no ser capaz de escribir de manera natural y fluida. Y por lo tanto su reacción inmediata y casi automática al encontrar en el texto original una expresión chocante y atrevida, y por esto mismo vibrante y reveladora, es atemorizarse y andar en busca de un lugar común o una frase hecha (o sea, lenguaje «natural», «idiomático») que diga algo parecido. Pero lo que hay que hacer en esta situación es osar ser, o por lo menos osar intentar ser, traductor artista, y buscar una expresión igualmente atrevida, incisiva, reveladora, imaginativa. El traductor timorato de los clásicos antiguos, sin embargo, se refugia en un lenguaje convencionalmente literario, cómodamente neutro, ligeramente arcaico.

Este complejo de inferioridad también explica la reacción característica del traductor inglés frente a oraciones más largas de lo que es normal en su lengua. Esto sucede a menudo, porque la oración corta, práctica, directa es la que más se usa, incluso en la literatura, en un país dominado por los negocios desde hace muchos años. Aquí el traductor meramente artesano también se atemoriza, y parte la larga oración original en varias otras cortas que se ajustan más a las costumbres inglesas, y que son mucho más manejables. Pero este cómodo procedimiento destruye los ritmos, los énfasis y las relaciones existentes en la oración original.

Puedo resumir lo dicho hasta ahora con la observación de que el timorato traductor artesano tiene pánico a todo aquello que es radicalmente extraño, diferente, otro, y que siempre intenta naturalizarlo, domesticarlo, domarlo, para presentar a sus lectores un texto que no ofrezca mayores problemas para su consumición. Y hay que añadir que las editoriales modernas, obsesionadas con el mercado, también ejercen sus formidables presiones para que el traductor facilite el producto, como dicen. Pero yo concuerdo con Günter Grass cuando declara: «La literatura sobrevivirá sólo en la medida en que sea subversiva: la peligrosidad es lo que la mantiene viva». El traductor artista tiene que perder el miedo a la otredad de un texto que no sólo viene de otra cultura desconocida para casi todos sus lectores, sino que es profundamente innovador dentro de esa cultura, doble otredad. Tiene que atreverse a ofrecer a sus lectores un texto tan plenamente problemático como el original.


Es admirable la modestia como cualidad personal, pero la vida diaria es una cosa y el arte es otra. Y el traductor literario necesita tener la audacia y la inmodestia de atreverse a ser artista. No se puede conformar con ser un invisible fabricante de sombras, sino que tiene que ser tan creativo como el escritor a quien traduce. Se ha dicho muchas veces, demasiadas veces, que la traducción es imposible, y esto también contribuye al complejo de inferioridad que tantos traductores padecen. Pero debería tener el efecto opuesto. Si los traductores estamos tratando de lograr algo que es imposible, nosotros somos héroes, nada menos que unos héroes. En esto también somos o debemos ser artistas y no sólo artesanos, porque el artesano hace aquello que es perfectamente hacedero, mientras que sólo el artista aspira a hacer aquello que no se puede hacer.
Para explicar cómo intenté llevar todo esto a la práctica, voy a comentar algunos aspectos de mi traducción del primer párrafo de Don Quijote:

«Chapter I. Concerning the famous hidalgo Don Quixote de la Mancha's position, character and way of life
In a village in La Mancha, the name of which I cannot quite recall, there lived not long ago one of those country gentlemen who call themselves hidalgos and keep a lance in a rack, an ancient leather shield, a scrawny hack, and a greyhound for coursing. A midday stew with rather more shin of beef than leg of lamb, the leftovers for supper most nights, salt pork and eggs on Saturdays, lentil broth on Fridays, and an occasional pigeon as a Sunday treat ate up three quarters of his income. The rest went on a lustrous black cape, with velvet breeches and slippers to match for holy days, and on weekdays he walked proudly in the finest homespun. He maintained a housekeeper the wrong side of forty, a niece the right side of twenty, and a jack of all trades who was as good at saddling the nag as at plying the pruning shears. Our hidalgo himself was nearly fifty; he had a robust constitution and was spare in flesh, lean-faced, an early riser and a keen huntsman. His surname's said to have been Quixada, or Quesada (as if he were the jawbone of an ass, or a cheesecake), because in this matter there's some discrepancy among the authors who have written on the subject, although a credible conjecture does suggest he might have been a plaintive Quexana. But this doesn't matter much, as far as our story's concerned, provided that the narrator doesn't stray one inch from the truth.»
Ya en el título del primer capítulo tenemos un problema de ambigüedad. «Condición» en el español de Cervantes significa «manera de ser», y «ejercicio» es «manera de estar, de ejercitarse». La traducción de «ejercicio» no ofrece mayores problemas, pero el concepto de «manera de ser» incluye dos nociones diferentes, la de posición social y la de carácter. Como no hay en el inglés moderno ninguna palabra que signifique ambas nociones, la única solución fue representar cada una por separado, «position, character».
La famosa frase «de cuyo nombre no quiero acordarme» tiene un ritmo muy marcado (de verso de gaita gallega) que intento captar en el pentámetro yámbico con el que la traduzco, y presenta otro caso de ambigüedad: la construcción querer + infinitivo tiene a veces en el español de Cervantes el sentido moderno desiderativo, pero otras veces tiene valor de futuro y significa «ir a hacer algo, o estar a punto de hacerlo» o incluso simplemente «hacerlo», con nulo valor semántico, como unas líneas más abajo, «quieren decir...». Aquí hubo que buscar una expresión que dejara al lector dudando si el narrador ha olvidado el nombre del lugar, o si está fingiendo haberlo olvidado. Afortunadamente, la lengua inglesa es rica en recursos irónicos.
El próximo problema, el de especificidad cultural, es también frecuente en la traducción literaria. La palabra «hidalgo» existe en inglés como préstamo español, y quise conservarla como elemento extranjerizante. Pero el lector inglés sólo tiene una idea vaga de su significado, y la definición precisa de la posición social del protagonista es de suma importancia en este primer párrafo. La técnica de la breve nota explicativa invisiblemente insertada en el texto es de gran utilidad en tales situaciones; vuelvo a recurrir a ella en la penúltima oración del párrafo como solución al problema de esos tres apellidos con significado cómico, que no se pueden traducir porque eso sería incurrir en una domesticación absurda.
La segunda oración presenta una serie de nuevos problemas de especificidad cultural, sobre todo la olla y los renombrados duelos y quebrantos. El problema de la olla es que según la cultura culinaria a la que pertenece el Quijote el carnero era una carne mucho más apreciada que la vaca, y de esta manera los ingredientes de la olla son otros indicadores más de la pobreza de nuestro hidalgo. En la cultura culinaria inglesa, sin embargo, y a pesar de sucesos recientes, la carne de vaca es la más típicamente inglesa y por lo tanto la mejor. Pensé en degradarla llamándola «cow meat» pero acabé por introducir la modificación de especificar el trozo menos apreciado de la vaca y el más apreciado del carnero o cordero.


Los duelos y quebrantos me dieron mucho que pensar, y no estoy satisfecho con mi solución. Después de múltiples investigaciones eruditas del asunto, todavía no se sabe con seguridad en qué consistía este plato, aunque según la conjetura más verosímil era tocino con huevos fritos, plato poco apreciado y de semiabstinencia. Pero «bacon and eggs» es un plato muy inglés y además bastante apreciado en Inglaterra, e intenté paliar el problema con el uso del menos apetecible «salt pork». Pero la expresión «salt pork and eggs» carece por completo de las ricas asociaciones humorísticas de «duelos y quebrantos». Hubo un plato parecido llamado «peasant’s eggs», pero el uso de este término podría haber provocado risas no deseadas. En Escocia existen los «rumbledithumps», que ofrecerían una solución bonita si no fuera tan específicamente escocesa. El traductor Tobias Smollett, con su viva imaginación y su audacia de novelista, encontró la mejor solución: los ingredientes del plato no importan, dice, porque el nombre no se refiere a ellos sino a sus efectos en el aparato digestivo del pobre consumidor, dolores y ventosidades; de modo que Smollett inventa un nombre de plato que sugiere algo parecido, «gripes and grumblings», o sea retorcijones y ruidos de tripas. Me parece tan excelente esta solución que la habría robado si no resultase demasiado arcaica en el contexto del inglés moderno. Tengo que aprender de Smollett a ser más atrevido.
El último problema que quiero comentar es un triste ejemplo de esas presiones que se ejercen para facilitar el producto y domesticarlo al máximo. Mi traducción de las edades del ama y de la sobrina me parece una manera útil de contribuir al establecimiento desde el principio de mi texto de un tono gracioso y amablemente irónico. Pero al corrector de Penguin Books no le gustó en absoluto. Este señor me objetó que no entendía lo de «wrong side» y «right side» (son modismos corrientes en el inglés actual, pero parte de la preparación de todo corrector debe de consistir en la eliminación de todo sentido del humor y de la ironía); y añadió que, de cualquier forma, no parecían ser expresiones muy políticamente correctas. El corrector se refería sin duda a la necesidad de evitar el llamado «ageism», o sea a la obligación de usar eufemismos biensonantes como «de tercera edad» en lugar de palabrotas como «viejo». Yo le contesté que como estoy por el lado malo de los cincuenta, y sólo por muy poco estoy por el lado bueno de los sesenta, me considero con pleno derecho de emplear tal lenguaje. Por lo visto facilitar el producto para el mercado americano, tan importante para una editora internacional como Penguin Books, significa asegurar la corrección política de ese producto. Ante mi fiel traducción del pasaje (I, 29) en el que Sancho Panza lamenta la posibilidad de que los habitantes de su ínsula sean negros pero se consuela diciendo que los volverá blancos o amarillos vendiéndolos, el corrector me comentó desesperado que yo perdería a todos mis lectores americanos si no modificaba este lenguaje o por lo menos insertaba una nota que los apaciguase. Le expliqué con paciente lujo de detalles la imposibilidad de convertir el Quijote en una novela políticamente correcta, y añadí con cierta hipocresía retórica que si los lectores americanos no son capaces de comprender que ésas no son opiniones mías, sino las de un analfabeto rústico ficticio de hace cuatro siglos, no me importa en absoluto perderlos.

Y ahora concluyo, para volver a emprender mi desigual batalla con los pingüinos. Esto es lo que he intentado hacer al escribir mi Quixote inglés.) ¿Lo he conseguido? Parece que oigo a mi querido amigo Sancho Panza susurrándome al oído: «Pues mira: del dicho al hecho...»

RUTHERFORD, John. "La traducción y recepción de los clásicos españoles en lengua inglesa", en Vasos Comunicantes, n.º 15, Acett.

© Todas las ilustraciones son autoría de Gustave Doré, 1836.