El intérprete de Obama

Mientras el mundo entero sigue atentamente cada palabra de Barack Obama, un equipo variopinto de traductores se encarga de llevar su impecable retórica más o menos intacta de un idioma a otro. El escritor peruano [Daniel Alarcón], voluntario de la campaña demócrata, retrata la experiencia de uno de ellos.


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Mi primo Mario se encontraba sentado en una cabina de sonido, observando en el monitor a la multitud que se congregaba en Grant Park, en Chicago. Él y su compañero, un español llamado Tony, traducían para NY1, un canal local de noticias por cable que transmite en español para toda el área de Nueva York.

Mario empezó a trabajar en 2003 en los juzgados estatales de Nueva Jersey, y en 2006 se trasladó a la corte federal en el bajo Manhattan, un mundo sórdido y deprimente, muy distante del brillo de la política nacional. Muchos de los traductores que trabajan en televisión vienen del teatro, pero no es el caso de Mario, cuyas labores cotidianas son muy escabrosas. Éstas incluyen ser la voz oficial en inglés de capos del narcotráfico, traficantes de poca monta, inmigrantes indocumentados que enfrentan la deportación, testigos temerosos y familiares angustiados, y también de funcionarios, abogados y jueces. Es un trabajo intelectual y emocionalmente agotador. Es su deber que cada una de las palabras de la densa jerga judicial encuentre un equivalente en español, y que el idiolecto aparentemente impenetrable de los criminales latinoamericanos se traduzca de la misma manera al inglés. Y lo suyo no tiene nada que ver con las abstracciones del discurso político: son vidas humanas las que están en juego durante un juicio, y la suerte de un acusado puede depender de una mala traducción de su testimonio.

Hace poco Mario empezó además a traducir para las estaciones locales de televisión en español, para mejorar sus ingresos: uno que otro encuentro de boxeo (para lo cual, dice taimadamente, ha tenido que aprender a cantar), traducciones simultáneas de entrevistas en inglés, cosas así. Cuando hablamos, en vísperas del Año Nuevo, Mario me confesó que la televisión exige un enfoque completamente diferente. La obligación legal es con la lengua, no con la intención, así que, por ejemplo, si un acusado analfabeto pide clemencia al juez usando la expresión española “Yo siempre he vivido al margen de la ley”, es necesario traducir la afirmación tal como fue enunciada, aunque sea evidente que el acusado ha malinterpretado su significado y que lo que quería decir es exactamente lo contrario. La televisión es más indulgente porque el espectáculo existe independientemente de las palabras. La traducción suele ser simultánea: se escucha en una lengua y se reproducen las palabras en otra, ejercicio que exige una cierta flexibilidad. De cualquier manera, cuando se traduce un encuentro de boxeo, de lo que se trata es de crear una atmósfera, más que de reproducir con precisión las oraciones, que de todas maneras nadie escucha. Lo importante es la música, el ritmo. “Es Hollywood”, dijo Mario, y me aseguró que lo mismo se puede decir de los discursos políticos.

Mario y Tony estaban trabajando en un talk show, Pura política –similar a lo que se podía ver en los canales de noticias en inglés, pero en español. Cuando la imagen en vivo daba paso a una entrevista fuera de locación, Tony y Mario tenían que decidir si el entrevistado parecía latino. Si no lo era, discutían de quién era el turno y se aprestaban a traducir. Si era hispanoparlante, se relajaban y volvían a ocuparse de los resultados, que seguían por radio en internet, y conversaban mientras llegaba la hora de los discursos importantes. Habría dos: el de McCain y el de Obama. Mario escogió a Obama –no por afinidad política sino por conveniencia. Habla como un académico, me dijo Mario, y eso hace que sea fácil traducirlo.


New York - Welcome to the land of freedom.
© Frank Leslie's Illustrated Newspaper

Se habló tanto durante estas elecciones de la oratoria de Obama, que quería saber qué se sentía al traducir al orador político más electrizante de los últimos cuarenta años. Mi propia experiencia la noche de elecciones, al serme negada la posibilidad de ver y oír los dos discursos, acicateó mi interés por el punto de vista de Mario. Pero mi primo se mostraba muy poco interesado: no lo conmovieron ni la importancia histórica del resultado, ni el discurso innegablemente inspirado, ni los rostros bañados en llanto de los estadounidenses de todas las edades y de todas las razas que desafiaron la helada noche de Chicago. Aunque Mario hubiese votado por Obama (es residente pero no ciudadano), su apoyo no era muy entusiasta. Había seguido las elecciones de cerca, pensando que era un espectáculo interesante, incluso pintoresco, y se había sorprendido genuinamente con los resultados. “Si hubiera apostado, habría perdido”, dijo. Mario se considera una persona politizada en la medida en que se interesa profundamente por la política, pero insistió en que no se hacía ilusiones, ni con Obama ni con nadie más. Su actitud, idiosincrásica y personal, es también muy típica de su generación de peruanos, nacidos bajo la dictadura, con una infancia sobresaltada por los carros bomba, los apagones y las atrocidades, y cuyo ingreso a la vida adulta estuvo marcado por otro sindicato corrupto cuyo líder, Alberto Fujimori, está siendo enjuiciado. No tienen por qué creer en la política. Las campañas en Perú son delirantes y absurdas y sus protagonistas ponen constantemente a prueba la credulidad de los votantes. El resultado de las elecciones suele decidirse en las últimas dos semanas, cuando un tercero, lo suficientemente desconocido como para resultar tolerable, aparece en escena. Son breves en comparación con las campañas estadounidenses –lo que no las hace necesariamente mejores, solo más cortas–. Nadie cree en nada. Los presidentes son elegidos, sobreviven a los bajos porcentajes de aprobación, y después se van a vivir a Europa, o a Japón, o a Estados Unidos. Abunda el sentimentalismo trivial. El voto es obligatorio, y Mario sospecha que si no lo fuera, nadie se molestaría. Aunque vive en Estados Unidos desde hace más de una década, éste sigue siendo el lente a través del cual mi primo observa la lucha por el poder político. Y después de ocho años bajo la presidencia de George W. Bush, el suyo es un punto de vista razonable y justificado. Mario es como un fanático de los deportes con un conocimiento enciclopédico del tema, pero no está afiliado con ningún equipo porque cree que todo está arreglado: un seguidor bien informado de la serie A. Es perfectamente capaz de apreciar intelectualmente la importancia histórica del momento, pero no lo conmueve.

Me pregunté si la condición para la conmoción era haber sido criado en Estados Unidos. Mario pensó que quizás lo era. De cualquier manera, afirmó, “no me identifico con este país. Y no disfruto compartiendo las emociones populares”. No confía en ellas. Añadió, sin embargo, que mientras que él traducía impávido a Barack Obama, su esposa María, una uruguaya que emigró a Estados Unidos en la adolescencia (Mario llegó cuando ya había cumplido los veinte), oía los resultados en casa y lloraba. He hablado con muchos amigos, ciudadanos estadounidenses nacidos en los lugares más distantes (Teherán, Mumbai, Bogotá) pero criados aquí que me contaron más o menos los mismos cuentos sobre aquella noche: oyeron, esperaron, lloraron.

Pero no es cuestión de identificarse o no con este país. Aunque creyera cada palabra, nada de lo que se dice en un discurso político logra que Mario se involucre con la intensidad con la que lo hace durante un juicio. “En la corte, he querido llorar muchas veces. Muchas veces también he querido rezar para que el juez se muestre misericordioso con un acusado”.

Así que Mario hizo su trabajo como deben hacerlo los profesionales.

Esa noche Barack Obama empezó a hablar cerca de la medianoche. Cuando se es un traductor simultáneo, las palabras brotan casi automáticamente porque uno se deja llevar por una especie de ventrilocuismo inconsciente; está entrenado para procesar las palabras de esa manera. La traducción simultánea siempre es una aproximación, siempre es ad hoc, pero los discursos políticos son fáciles: se trata de que la gama más amplia posible de votantes los comprenda, exactamente lo contrario del inglés legal o del argot impenetrable del narcotráfico. El orador es interrumpido por los aplausos más o menos cada ocho oraciones, lo cual le da al traductor un respiro. Barack Obama, además, habla usando oraciones completas y expresando ideas relativamente redondas. Se detiene en el momento indicado, entiende la forma cómo la gente lo oye, e intuye lo que quieren oír.

Le pregunté a Mario si recordaba algo de lo que Barack Obama había dicho esa noche.

–Ni una palabra.

ALARCÓN, Daniel. "El traductor de Obama" en El malpensante, n.º 94, febrero de 2009.