El traductor y su traición


Tras la sombra de Babel


«No es exagerado decir que poseemos civilización porque hemos aprendido a traducir más allá del tiempo.» La frase es de George Steiner, para quien la traducción debe entenderse en términos culturales amplios, como interpretación, también en el seno de la propia comunidad. Octavio Paz avanza aún más: «Aprender a hablar es aprender a traducir... La traducción dentro de una lengua no es, en este sentido, esencialmente distinta a la traducción entre dos lenguas, y la historia de todos los pueblos repite la experiencia infantil». Según Paz, la etnogénesis recapitula la ontogénesis. Y la lapidaria hipérbole de la frase «aprender a hablar es aprender a traducir» se diluye de forma pasmosa ante la casi banal constatación de que los primeros balbuceos del castellano son tentativas de traducción del latín.


[...] Si atendiéramos al papel desempeñado por la traducción en los orígenes y el desarrollo de nuestras tradiciones literarias, acabaríamos viendo saltar por los aires la noción misma de literatura nacional, de la que podría decirse que es un gigante encaramado a hombros de traducciones.

Y lo que es peor, si aceptamos la intervención del lector en la producción de sentido del texto, debe aceptarse también la labor creadora del traductor que sitúa el texto dentro de unos límites interpretativos determinados, lo cual conduce a ver la traducción como un procedimiento que pone en evidencia no sólo lo insólito de la noción de equivalencia entre sentidos (entre el sentido del original y el de la traducción), sino la idea misma del sentido del texto, de un sentido estable.

La apuesta de la traducción es, en última instancia, una apuesta antiesencialista, tanto en el plano del sentido como en el plano de la cultura. En el fondo, la traducción impone una posición paradójica: siendo como es un elemento central en términos literarios y culturales, se erige al mismo tiempo en un centro que nos descentra, que nos obliga a enfrentarnos a nuestra limitación, incompletud e impureza, a convivir con la inestabilidad del sentido y a admitir la presencia y los aportes de lo ajeno. En estas circunstancias, no es de extrañar que motive el olvido y desencadene el mecanismo defensivo de la negación.

No deseo adentrarme en las derivaciones freudianas que, por otra parte, podrían ser bastante fructíferas, pues la negativa a reconocer la intermediación del traductor podría explicarse por su acceso privilegiado a un texto original (y originador), un acceso exclusivo y vedado a los demás.


© Pieter Brueghel el Viejo

Quizá las leyes de lo escrito y de la ficción, quizá el lenguaje mismo, empujan necesariamente y de modo general a una suspensión de la incredulidad, esa obstinada voluntad de zambullirnos en lo propuesto por el discurso narrativo y la no menos obstinada negativa a dejar acceder nuestra conciencia a cuanto sea ajeno a él, intermediarios incluidos.

Quizá la ciencia descubra algún día un gen responsable de nuestra obcecada voluntad de creer. Mientras tanto, no deja de ser un modesto misterio la divergencia que existe entre la presencia real de la traducción y su presencia subjetiva. En España, por ejemplo, que es la cuarta potencia editora del mundo, en el ámbito de la creación literaria, las traducciones han representado en las últimas décadas entre un 40 y un 30 por ciento de los libros editados; en el ámbito de la literatura infantil y juvenil, el porcentaje se ha movido entre el 50 y el 40 por ciento.

Sin embargo, más allá del traslado de las obras individuales, como escribió Boris Pasternak, «las traducciones no son la forma del conocimiento de algunas obras, sino el medio de comunicación secular entre culturas y pueblos». De nuevo encontramos aquí una idea que podría enlazarse con el midrás que imaginaba la torre de Babel como uno de los pilares que sostenían el firmamento bajo el cual habitan los hombres. No se trata de hacer una apología ciega de la traducción, que en última instancia repite en sus usos los que decidimos dar al propio lenguaje, susceptible de ser utilizado para lo creativo, lo positivo y lo bello, pero también lo rutinario, lo mendaz o lo destructivo. Pasternak no lo dice, pero —escritas como fueron sus palabras en los terribles años cuarenta del siglo pasado, en una época además en que su propia escritura estaba prohibida y tuvo que recurrir a las traducciones como exutorio a sus energías creativas y vitales— el hecho de que permanezca en el ámbito de lo tácito aún pone más en evidencia que hay otro «medio de comunicación secular entre culturas y pueblos».


Milan Kundera se quedó corto cuando afirmó que «los traductores son los modestos constructores de Europa». No sólo de Europa, sino, adoptando una visión más global, de la propia civilización. Ladrillo a ladrillo, construimos a veces muralla, a veces laberinto y a veces torre. Gracias al «conjuro de Enki», que multiplica nuestra visión sobre el mundo, proseguimos con nuestra tarea de edificación y renovación, una obra que amplía nuestro espacio habitable y al mismo tiempo lo prolonga en el tiempo. No ya como castigo, sino cómo opción de crecimiento y enriquecimiento, para no caer en la marchitez y el silencio, seguimos empeñados en nuestros traslados y no dejamos de mezclar, confundir y dispersar a la vivificante sombra de Babel.

LÓPEZ GUIX, Juan Gabriel: "Tras la sombra de Babel", en I Jornadas Hispanoamericanas de Traducción Literaria (Rosario, 2006).


Texto íntegro: Revista de Historia de la Traducción