Julia Escobar © Universidad de Alcalá de Henares |
Todo traductor que se precie debe tener una habitación propia, como deseaba Virginia Woolf que tuvieran todas las mujeres. Incluso cuando pertenece a un equipo, el traductor necesita un lugar donde refugiarse. La prueba está en que en los organismos internacionales, donde se trabaja en cadena, cada traductor tiene un espacio privado, aunque sea muy reducido. Pero quien se lleva la palma en esto de la soledad es el traductor literario. Enfrentado a su autor y a su propia lengua, es deudor de ambos, y mientras dura su trabajo sufre una especie de rapto, en todos los sentidos de la palabra. El teléfono, los libros y el ordenador son sus mejores aliados. Apenas sale a la calle si no es para comprar los periódicos y se mantiene en un nivel de desconexión con la vida real rayano en el autismo.Por mucho que se reúnan los traductores en la larga docena de congresos que se celebran sólo en España a lo largo del año, y por muy solidaria que se haya convertido en este sentido la profesión, el traductor sigue siendo un cazador soliario. Muchas veces en algunos congresos a los que he tenido que asistir por exigencias del guión, en particular los convocados por los departamentos universitarios (a quienes entre otras cosas pagan para eso), me han preguntado, algo extrañados, por qué hay tan pocos traductores profesionales en tales eventos. Les reprochaban no interesarse en la materia sin darse cuenta de que ellos mismos son la materia, y que la materia no puede estar en misa y repicando.
ESCOBAR, Julia. "La soledad del traductor de fondo", en El Trujamán, 7 de marzo de 2002.
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