Las transfusiones de Dryden


En siglos pasados, rara era la traducción que no iba acompañada de un prólogo a modo de justificación. Costumbres de otros tiempos. Como otras, ésta se fue perdiendo, y con ella también la visibilidad del traductor, que en nuestros días parece recuperarse tímidamente para adoptar otras formas, nuevas costumbres.

En el prólogo a Fables, Ancient and Modern (1700), John Dryden justificaba así su trabajo:
Cuando una palabra caída en desuso merece ser recuperada por su sonido y su significado, siento esa razonable veneración por la antigüedad, por restaurar lo antiguo. [...] Las palabras no son fronteras, que de tan sacras devienen inamovibles; las costumbres cambian, incluso las leyes se revocan cuando ya no tienen razón de ser. Pero, por otra parte, las ideas que representan pierden su belleza original cuando surgen palabras nuevas para definirlas; y no sólo su belleza, sino también su esencia, porque entonces dejan de comprenderse como es el caso. Reconozco que algo debe de perderse en toda transfusión, es decir, en toda traducción; aunque se conserva el sentido, que también se perdería (o al menos se vería mermado) si el resultado apenas fuera inteligible. ¡Cuán pocos hay capaces de leer a Chaucer comprendiendo sus palabras a la perfección! Y que, al leerlo de manera imperfecta, lo hacen con menor provecho y placer nulo.
Se trata de un elocuente fragmento que el traductor emplea tanto para expresar sus inquietudes léxicas como para reconocer la imperfección de un oficio necesario. Cuando manifiesta que "algo debe de perderse en toda transfusión [...] aunque se conserva el sentido", evoca un acto vital. Quizá hoy en día la metáfora de la traducción como transfusión resulte extraña, e incluso un tanto jocosa según se mire; pero no olvidemos que en aquel entonces, allá por el siglo XVII, era algo relativamente innovador y controvertido, y digo relativamente porque durante años se venía hablando ya de fenómenos como la alquimia o la transfusión del espíritu al cuerpo. 

En su célebre libro The Translator's Invisibility: A History of Translation (2008), Lawrence Venuti menciona lo mucho que Dryden bebió de sir John Denham, quien ya había hablado de transfusión espiritual en su prólogo a La destrucción de Troya (1656): "La poesía es de espíritu tan sutil que, al verterla de una lengua a otra, se evapora por completo; y si no se le infunde un nuevo espíritu en la transfusión, no queda de ella más que un Caput mortuum". Pero también plantea que Denham, a su vez, pudo utilizar la dicotomía cuerpo/alma de D'Ablancourt (1640) y adaptarla al ejemplo alquímico de Stapylton (1634), para el que "el saber destilado de una lengua no puede transfundirse a otra sin que se pierdan sus alcoholes".

No le rebatiremos aquí al ilustre Venuti sus brillantes teorías, ni mucho menos, pero tal vez sí podamos barajar la posibilidad (por remota que sea) de que el contexto histórico en que se sitúa a estos traductores haya influido de algún modo en su elección metafórica. 

El británico doctor William Harvey descubrió la circulación mayor de la sangre en 1628, y desde entonces la transfusión entre animales pasó a ser una práctica habitual realizada de manera rudimentaria. Por otra parte, las primeras transfusiones sanguíneas a humanos documentadas datan de 1667, año en que tanto el francés Jean-Baptiste Denis como los británicos Richard Lower y Edmund King administraron sangre animal a personas. Sin embargo, el fallecimiento de dos pacientes transfundidos por Denis desató una gran polémica y a raíz de ello Francia prohibió, en 1670, una práctica que no retomaría hasta transcurridos ciento cincuenta años.

Tal vez para su metáfora Dryden tomara simplemente como referencia a Denham y las transfusiones de espíritu, o tal vez hubiera tenido también en cuenta los recientes progresos en materia de transfusión sanguínea y la controversia que generaron en la sociedad de su tiempo. En esto último sólo hay lugar a la especulación. Lo cierto es que, cada vez que John Dryden habla de transfusión en sus escritos traductológicos, el lector moderno no puede por menos de pensar en la complejidad de la operación sanguínea y los posibles riesgos que conlleva. Porque, en este sentido, se identifica plenamente con la traducción.


Adenda

Sirva como dato curioso la amistad entre John Dryden y Samuel Pepys. Estos dos fervientes devotos de Chaucer se conocieron en la década de 1650, cuando estudiaban en la Universidad de Cambridge, y unos diez años más tarde coincidieron como miembros de la Royal Society. Al parecer se profesaban una gran admiración, según consta en la correspondencia mantenida en 1699: en una carta, Pepys animaba a Dryden a producir su propia versión de algunas de las obras de Chaucer, gesto ante el que el poeta de Northamptonshire recogería el guante y acabaría publicando una traducción en su libro de fábulas del 1700.

De la misma manera que Pepys estaba al corriente de los trabajos de Dryden, podría ser que Dryden fuera partícipe de las vivencias e inquietudes que Pepys dejó plasmadas en sus "Diarios". Tal vez supiera que el miércoles, 14 de noviembre de 1666, la época en que ambos formaban parte de la Royal Society, su amigo Samuel había recogido en una entrada el primer testimonio escrito sobre la transfusión sanguínea entre animales (de perro a perro), que concluye así: "[...] El experimento de transfusión sanguínea, que en el pasado había acaparado buena parte de la atención de la Royal Society, se retomó en los últimos años." 


Referencias
DRYDEN, John. Fables, Ancient and Modern. Londres: J. Tonson, 1700. [Versión digital del prólogo en ELIOT, Charles William (ed.). Prefaces and Prologues to Famous Books. Nueva York: P. F. Collier & son, 1938.]
LABORDA GIL, Xavier. "Lingüística y ciencia del s. XVII, en el Diario de Samuel Pepys" [versión íntegra], en Sintagma, 17, 2005.
PEPYS, Samuel. The Diary of Samuel Pepys (1660-1669). [Versión digital.]
PEPYS, Samuel. The Letters of Samuel Pepys, 1656-1703. [Versión electrónica parcial.]
VENUTI, Lawrence. The Translator's Invisibility: A History of Translation (2.ª ed.). Londres/Nueva York: Routledge, 2008, pp. 40-41.