La fractura nacional que abrió la guerra dejó a Ortega sin voz: ¿a quién dirigirse?, y sobre todo, ¿qué decir, cuando la palabra se empeñó para evitar el combate? Su silencio es el abandono de la plaza pública, porque las bombas le han dejado sin plaza; es, su silencio, la herida que la guerra inflige a su palabra, una herida de la que ya no sanará.
Es más que probable que lo que Ortega llamó una vez "babelización" de sus escritos, para referirse a su traducción a las principales lenguas europeas, constituyera la raíz de su sentida meditación sobre los problemas que acarrea la traducción. Ésta daba a su obra una dimensión nueva, desconocida hasta entonces: la posibilidad de ampliar su público, de llegar a otros lectores que a los inicialmente destinada, la posibilidad de trascender la circunstancia española -origen y meta, siempre, de su reflexión. Mundano como era, esto no podía ser más que un motivo de orgullo para él; y si embargo, bien pronto se dio cuenta que este salir de sí, que este ir más allá de su circunstancia a que le obligaba la traducción de sus libros, llevaba parejos multitud de problemas. Problemas ante los que no cerró los ojos, y que trató de resolver con esfuerzo e inteligencia: ahí están para demostrarlo esos prólogos para franceses, ingleses y alemanes con que hacía acompañar sus obras en el extranjero para suplir el defecto que la ausencia de la circunstancia española pudiera ocasionar a sus escritos.
Construcción y destrucción de la Torre de Babel, s. XIV.
Miniatura 8 de la Crónica de Constantino Manasés (c. 1130 - c. 1187)
Esta meditación, al contacto con los problemas señalados, dio sus frutos en un ensayo publicado en 1937 titulado Miseria y esplendor de la traducción. Se trata, por tanto, de un producto de la plena madurez de Ortega, inscrito en lo que él mismo denominó con garbo platónico su "segunda navegación", después (aunque él no lo diga así) de su decisivo encuentro con Heidegger, que al final de los años veinte habría de marcar poderosamente el sucesivo desarrollo de su pensamiento. Había sobrevivido, además, mientras esta meditación se gestaba, la guerra civil; nada hace pensar en ella leyendo este escrito, aunque sabemos que Ortega estaba profundamente afectado por aquella trágica realidad: no la menciona y, sin embargo, haberse decidido a poner en limpio sus pensamientos sobre la traducción en aquel preciso momento, confiere a su silencio una expresividad clara que lo dice todo. Ocuparse de la traducción es contribuir a levantar un puente que supere los conflictos -aunque ese puente es siempre objeto de mira de la artillería de ambos contendientes.
Por cuanto en sí misma motivada, la meditación sobre la traducción no se dio como un acontecimiento aislado en Ortega, lo que sin duda contribuyó a enriquecerla, sino que advino en un marco más amplio y bien determinado: el de la reflexión sobre el lenguaje. El estudio del lenguaje ocupa un puesto de primer orden en la recta final del pensamiento orteguiano: primero, porque es un pernio fundamental para poder entender la articulación entre el individuo y la sociedad, lo que desarrollará en El hombre y la gente, y segundo, porque la reforma de la filosofía que se propone llevar a cabo no se puede acometer sin una reforma del viejo lenguaje de la metafísica. Todo esto dará lugar en los años cuarenta a la aparición de un buen número de escritos en los que se asoman sus investigaciones sobre el lenguaje. Y a pesar de su importancia, esta indagación no adquiere un carácter orgánico y sistemático, sino que siempre mezclada con otros temas irá gestando una lenta modulación que le llevará a la formulación de lo que él mismo llamó una "nueva lingüística". Sin embargo, este interés por lo lingüístico que se hace explícito y se manifiesta en la madurez de su pensamiento no puede hacernos olvidar aquellas preocupaciones iniciales que sobre el estilo y la escritura acompañaron los primeros escritos del joven Ortega. No podía ser de otro modo en quien sintió la vocación de escritor y publicista antes que la de filósofo. En las Meditaciones del Quijote, su primer libro, el lenguaje juega un papel fundamental como mediador del eje vida/cultura que recorre toda la obra. El problema del lenguaje, pues, "está a la raíz de su obra, como una vena soterrada de inspiración, que sólo de tarde en tarde aflora a la superficie, pero cuya pulsación no deja de fluir".
I
"El asunto de la traducción, a poco que lo persigamos -nos dice Ortega-, nos lleva hasta los arcanos más recónditos del maravilloso fenómeno que es el habla". De este modo, en su pensamiento, la miseria y el esplendor de la traducción, este doble efecto contrastante, está ligado a lo que posteriormente llamará la "gracia" y "desgracia de la palabra". Es decir que el lenguaje está sujeto a un doble proceso de desvelamiento y ocultación de la realidad -términos que ganaron fortuna y fama con la extensión del pensamiento heideggeriano. El lenguaje es presencia de lo ausente, una forma de acercarnos una lejana realidad a la inmediatez circunstancial de nuestro vivir. Ésta sería la gracia del lenguaje, su don mágico. Sucede, sin embargo, que lo que nos acerca el lenguaje no es la cosa misma, sino su nombre, un esqueleto o abreviatura de la misma, su concepto. "Y, si no nos andamos con cuidado -nos previene Ortega-, si no desconfiamos de las palabras, procurando ir tras de ellas a las cosas mismas, los nombres se nos convierten en máscaras que, en vez de hacernos, en algún modo, presente la cosa, nos la ocultan." La desgracia del lenguaje es, pues, ese destino suyo que le obliga a caer, a perder la fuerza y el brillo que poseía en el momento del desvelamiento para oscurecerse y convertirse en máscara a través de un lento proceso de desgaste al que son sometidas las palabras en el uso cotidiano de la lengua. Esta erosión a que constatemente está sometida la lengua provoca lo que Ortega llama nuestro "hablar en broma", frente a un "hablar en serio" que se correspondería con el momento auroral del lenguaje que conserva aún el valor sagrado de las palabras.
"Una lengua es un sistema de signos verbales merced al cual los individuos pueden entenderse sin previo acuerdo." Pero tal sistema no es algo dado de una vez por todas: junto a la gracia y desgracia de la palabra, en el lenguaje, se da un proceso dinámico de generación y decaimiento. La lengua es un organismo vivo. Todo el pensamiento lingüístico de Ortega tiene una profunda deuda con los estudios de Humboldt. Fue este pionero de los estudios lingüísticos quien primero vio la necesidad de interpretar las lenguas en sentido dinámico; porque el lenguaje no es un producto acabado, una obra, sino una actividad infinita, es enérgeia y no ergon. Frente a esta perpetua actividad del lenguaje, el hombre se puede situar de dos maneras: una es la perspectiva del hablar, que consiste en la aceptación pasiva del dominio lingüístico, hablar es decir lo ya dicho, un mero reproducir que en el pensamiento orteguiano se proyecta en la dimensión ética de la vida inauténtica. Decir, en cambio, consiste en no resignarse a los usos establecidos, en entrar en conexión o en sintonía con la misma actividad del lenguaje; quien dice, crea, es un "creador" que persigue devolver a las palabras el esplendor perdido con el uso, volver a conectarlas con el devenir. Éste es el héroe orteguiano, quien se sitúa activamente frente a una tarea infinita, lo que se conecta ahora con la dimensión ética de la vida auténtica.
Camineros en Saint-Rémy, 1889
Vincent Willem van Gogh (1853-1890)
El lenguaje es un elemento importante en el proceso de humanización. Para explicar su génesis Ortega recurre en El hombre y la gente a la elaboración de un mito al viejo modo platónico, buscando un esclarecimiento ulterior al conocimiento alcanzado mediante la razón discursiva. El mito del origen del lenguaje otorga un papel preponderante a la fantasía: ésta sería la causante del "mundo interior" en el hombre, que se iría llenando de imágenes y fantasmagorías que presionarían por salir fuera. Para comunicar este su mundo interior, el hombre no puede recurrir a la mera señal que hace presente al otro algo del mundo externo; para hacerse presente, el mundo interior se necesitaba de algo que mostrara lo que no era presente, lo absolutamente ausente por pertenecer a una esfera privada: el lenguaje surge, pues, no como designación de las cosas del mundo externo, sino como mostración de lo oculto. El lenguaje conserva siempre este aspecto "energético", creador y poiético, que acabamos de ver, de modo evidente, desde su consideración genética.
Este operar de la fantasía sobre el lenguaje será el causante de la aparición del mundo. El mundo es el producto de la interacción del hombre sobre su contorno natural, para hacer de éste último un lugar habitable, una morada. El mundo es el contorno natural humanizado. Y esta humanización del contorno constituye una herencia que el ser histórico del hombre traspasa de generación en generación. "Lo primero que el hombre ha hecho en su enfronte (sic) intelectual con el mundo es clasificar los fenómenos, dividir lo que ante sí halla, en clases. A cada una de estas clases se atribuye un signo de su voz, y esto es el lenguaje. Pero el mundo nos propone innumerables clasificaciones y no nos impone ninguna. De ahí que cada pueblo cortase el volátil del mundo de modo diferente, hiciese una obra cisoria distinta, y por eso hay idiomas tan diversos con distinta gramática y distinto vocabulario o semantismo. Esta clasificación primigenia es la primera suposición que se hizo sobre cuál es la verdad del mundo; es, por tanto, el primer conocimiento. He aquí por qué, en un principio, hablar fue conocer." De este modo, la diversidad de las lenguas se liga con simplicidad a la diferente interacción de cada pueblo con su particular contorno geográfico y, además, se hace ver con claridad el efectivo nexo entre el lenguaje y el conocimiento: "el lenguaje es la ciencia primitiva", un orden que se impone para hacer habitable el mundo.
Pero Ortega no se detiene aquí; su investigación sobre el lenguaje lo lleva a un descubrimiento paradójico: en su esencia íntima el lenguaje se compone de silencios, el mundo habitable que se levanta sobre el contorno circunstancial hunde sus cimientos en el silencio. El silencio se constituye, así, como la condición de posibilidad del lenguaje: "la condición más fuerte para que alguien consiga decir algo es que sea capaz de silenciar todo lo demás". Pero el silencio se compone de dos realidades que Ortega, en su análisis, quiere precisar: una es lo "inefable" de la lengua, una limitación que consiste en lo que la lengua no puede decir de ningún modo. "La inefabilidad es un factor positivo e intrínseco del lenguaje. Cada sociedad practica una selección diferente en la masa enorme de lo que habría que decir para lograr decir ciertas cosas, y esta selección crea el organismo que es el lenguaje. Conste, pues, que la lengua nace ya como amputación del decir [...] Cada lengua va moderada por un espíritu selectivo diferente que actúa en el vocabulario, en la morfología, en la sintaxis, en la estructura de frase y período." Frente a lo inefable de la lengua, se sitúa lo "inefado": "todo aquello que el lenguaje 'podría' decir pero que cada lengua silencia por esperar que el oyente pueda y deba por sí suponerlo y añadirlo. Este silencio es de distinto nivel que el primero; no es absoluto sino relativo, no procede de la inefabilidad fatal sino de una consciente economía".
Esta clarividencia de Ortega frente a los silencios de la lengua, de cada lengua, no podía sino hacerle ver el problema de la traducción como un espinoso camino lleno de dificultades. A ello se sumaba esta doble condición del decir que en su "axiomática para una nueva filología" resume en dos proposiciones: "1.º Todo decir es deficiente -dice menos de lo que quiere; 2.º Todo decir es exuberante -da a entender más de lo que se propone." Estos axiomas ponen en evidencia uno de los errores que, a decir de Ortega, más ha contribuido a la comprensión del fenómeno del lenguaje. El lenguaje no es la expresión precisa del efectivo pensamiento, sino el intento, no siempre logrado, de expresarlo. Frente a la lengua como enérgeia, como decir, se sitúa la lengua como uso ya establecido, como habla. Ortega se refiere a un "destino verbal" de todos los hombres para marcar este dominio heredado de la lengua que se nos impone, el mundo en el que se nace, los carriles categoriales por los que nuestro pensamiento habrá de circular. "Las lenguas nos separan e incomunican no porque sean, en cuanto lenguas, distintas, sino porque proceden de cuadros mentales diferentes, de sistemas intelectuales dispares -en última instancia de filosofías divergentes." Sabemos que, en el pensamiento orteguiano, el hombre viene considerado como el ser que no tiene un ser determinado ni fijo, sino que consiste precisamente en írselo haciendo. Por lo tanto, sólo quien logra convertirse en creador podrá llevar a cumplimiento su ser. Este núcleo metafísico, referido al lenguaje, quiere decir que sólo quien logre sobreponerse al peso de lo históricamente heredado, a la "lengua madre", y consiga articular, frente al uso establecido, lo poiético de la lengua, podrá realizar satisfactoriamente su vida. La escritura, por tanto, viene definida como un auténtico acto de rebeldía.
La caída de los ángeles rebeldes (1562)
Pieter Brueghel el Viejo (c. 1525 - 1569)
El primer problema con que se encuentra, pues, el traductor es el de traducir la rebeldía del autor frente a un uso consolidado de la lengua. Esta rebeldía es el estilo de cada autor. A ella hay que añadir, siempre en el ámbito de las dificultades que se perfilan a la hora de traducir, el estilo propio que cada lengua posee, su "forma interna", por usar una expresión humboldtiana. "Por tanto, es utópico creer -nos dice Ortega- que dos vocablos pertenecientes a dos idiomas, y que el diccionario nos da como traducción el uno del otro, se refieren exactamente a los mismos objetos. Formadas las lenguas en paisajes diferentes y en vista de experiencias distintas, es natural su incongruencia. Es falso, por ejemplo, suponer que el español llama bosque a lo mismo que el alemán llama Wald, y, sin embargo, el diccionario nos dice que Wald significa 'bosque' [...] Los perfiles de ambas significaciones son incoincidentes como las fotografías de dos personas superpuestas la una sobre la otra." Los problemas del estilo y la incongruencia de las lenguas constituyen, de este modo, el punto de partida de Ortega para afrontar el problema de la traducción, que pronto se revela como permanente flou literario.
La miseria de la traducción alcanza su punto culminante a la hora de afrontar el silencio de la lengua, el silencio que es, como hemos visto, toda lengua. La incongruencia de las lenguas alcanza también a sus respectivos silencios: lo que una lengua calla, por consabido, por inefado, otra necesita hacerlo explícito, decirlo, para lograr una comprensión del texto; lo mismo ocurre con el dominio de lo inefable. Por eso Ortega se da cuenta de la necesidad de "traducir el silencio", porque "cada lengua es una ecuación diferente entre manifestaciones y silencios. Cada pueblo calla unas cosas para poder decir otras. Porque todo sería indecible. De aquí la enorme dificultad de la traducción: en ella se trata de decir en un idioma precisamente lo que este idioma tiende a silenciar. Pero, a la vez, se entreve lo que traducir puede tener de magnífica empresa: la revelación de los secretos mutuos que pueblos y épocas guardan recíprocamente y que tanto contribuyen a su dispersión y hostilidad; en suma, una audaz integración de la humanidad".
La traducción es, para Ortega, no el movimiento consistente en traer la obra original a la lengua del lector, sino el movimiento contrario que saca al lector de sí y lo lleva a la lengua del autor. "La traducción no es un doble del texto original; no es, no debe querer ser la obra misma con léxico distinto. Yo diría -dice Ortega-: la traducción ni siquiera pertenece al mismo género literario que lo traducido. Convendría recalcar esto y afirmar que la traducción es un género literario aparte, distinto de los demás, con sus normas y finalidades propias. Por la sencilla razón de que la traducción no es la obra, sino un camino hacia la obra. Camino hacia la obra, pues; camino que, al ser recorrido, nos aproxima a la obra. La traducción como aproximación y camino, se delinea, por tanto, como una tarea infinita, como un horizonte utópico que marca el norte de una actividad. Con la palabra "utopía", sin embargo, Ortega está muy atento: no afirma que la traducción sea una utopía, sino una actividad que se efectúa dentro de un horizonte utópico. La aproximación puede ser mayor o menor, y esto proyecta esta actividad hasta el infinito, lo que confiere que la traducción siempre sea susceptible de perfeccionamiento y mejora. Esto da al esfuerzo del traductor una dimensión ética que lo pone en relación con el sentido "deportivo" de la existencia, ese esfuerzo gratuito que eleva la vida por encima de sus miserias, haciendo de ella lo que él mismo ha llamado la "vida noble". La traducción, por tanto, en cuanto camino por hacer, es una actividad creativa y poética; y el traductor se perfila como un "creador", como un poeta.
MARTÍN, Francisco José. "La teoría de la traducción en Ortega" [versión íntegra anotada], en AISPI, Centro Virtual Cervantes, 2006, pp. 1-10.
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