"Me gustan las palabras" (Mario Merlino)


El traductor se asoma a la ventana

"Todo niño japonés sabe leer en hira kana, en kata kana, en kanji (caracteres chinos). No veo por qué pretender que nosotros no sabríamos hacer otro tanto. Sólo sería racismo a la inversa. Racismo, ese pecado verdaderamente capital."

(Etiemble, La escritura, traducción de Manuel Serrat Crespo. Barcelona: Labor, 1974, p. 122).



1. No hay dos sin tres

Desfilan en este mundo comparsas de sabios que siguen defendiendo a rajatabla el "orden natural de las cosas". Morosofos, sabios necios, los llamaría Erasmo en su Elogio de la locura. Obispillos con pretensión de académicos, su idea del mundo es la de un cuadro vivo que se repite siempre igual a sí mismo: escenas fijas, gestos fósiles, rectas sin atajos. Como si la sintaxis del universo fuera igual para todos, más allá de las lenguas que revelan los usos y costumbres de comunidades dispares.

Entonces llega la cifra impar, el número tres, y montados en él los que se inclinan ante el prodigio de la diferencia. Van entreverados con ellos los traductores (trujamanes, lenguaraces), esos que se complacen en transitar de una sintaxis a otra, promiscuos trabajadores del amor entre lenguas.

El traductor amante acaricia el libro y suspira. Adopta todas las posturas posibles del lector ávido: en el escritorio, en el sofá, mientras prepara el desayuno, o antes en la cama, a veces durmiendo, a veces soñando con un libro que es el que toca y es también otro que deambula por su imaginación, en donde salen extrañísimas palabras que no tienen par en el diccionario, ni en la red, ni en ninguna de las lenguas conocidas. Pero ¿quién las conoce todas?

El traductor inventa un libro ya escrito. Se sumerge en él, transmigra, adopta la máscara del autor, busca la trama del tejido, cose y canta, literalmente canta, dice en voz alta en su lengua las palabras del otro, musita la otra lengua, coteja respiraciones, intercambia el aliento y la saliva gastada en la escritura. Nace el beso lengua a lengua imaginario. Es hasta cierto punto un médium que, una vez pasado el trance, como en la buena literatura, adoptará la óptima distancia, el equilibrio entre la emoción que lo arrebata (primer estadio: la pasión) y la reconstrucción del arrebato mediante un riguroso balance de vocablos, de signos de puntuación precisos, de figuras e imágenes (segundo estadio: el demonio de la lucidez que advirtió Paul Valéry): la rhétorique c'est moi, dice él, dice ella, dice ese "ellos" impersonal que a la vez es dicho. El traductor sigue acariciando, mimando las páginas, estableciendo sinapsis entre las líneas, averiguando acaso los resortes que impulsaron al autor a elegir tal o cual palabra, midiendo acaso cómo persuadir a un dudoso lector sin nombre.


Muerte de Chatterton
Henry Wallis (1830-1916)


2. El libro: la hostia que se multiplica


El traductor come y comulga. Pero sabe también que hay mil y un libros aún sin traducir. No cree en biblias; cree, en todo caso, en el gran libro del mundo compuesto de "añicos"(Ana Pelegrin dixit), que son los libros individuales, granos de mostaza en el inmenso artificio de la labor literaria. Es el gran devorador. Devora, atesora, se entrega a una suerte de devoción ("sin devoción, no hay revolución", según John Cage) ajena a cualquier presunción teológica. El libro que traduce será siempre su penúltimo libro. Y aunque algún autor diga "dejaré de escribir". Y aunque algún traductor diga "dejaré de escribir traduciendo", siempre estará latente la dulce amenaza del libro aún no hecho. O la de una lengua intacta.

Y por su escritorio desfilarán poemas, manuales de instrucciones para el uso de una plancha, novelas de aventuras o de torturas, piezas de teatro, guías de viaje, discursos de ansias y de circunstancias, proclamas pacifistas y proclamas belicistas, textos cursis, incluso textos ajenos a su propia manera de concebir el mundo. ¿Puede elegir el traductor lo que traduce? Según -"dependiendo de", deleznable calco semántico, signo de la acidia frente a la lengua- cómo le vayan las cosas. El traductor, además de comedor de libros, procura alimentos terrestres. Necesidad obliga y en ello, al fin y al cabo, no hay desdoro. Lejos de cualquier asomo de censura, el traductor elige la oscura senda de la amoralidad. ¿Debe traducir, por ejemplo, el discurso de un político psicópata? ¿Debe traducir un texto que justifique la pena de muerte y las bombas celestiales? ¿Debe traducir un ensayo en el que se afirme que el "gay saber" es una mariconada medieval? ¿Debe traducir el desprecio por la condición humana?

Claro que debe. El lenguaraz es como un actor. Puede ponerse en el pellejo de un santurrón perverso, en el de un asesino, en el de un dictador, en el de un hombre o una mujer cualesquiera, en el de un animal, una planta, una piedra. Incorpora a todos los sujetos que transitan por la obra: el narrador omnisciente o polifónico, los personajes, la voz impersonal y hasta imperativa de ciertas recetas de cocina ("póngase una pizca de sal"), el poeta que se fragmenta. Y habita también el silencio. Se para a respirar. Cede y se concede tiempo. Se recrea en la obra para dar el salto a la escritura: para que, al trasladar el texto, pueda leerse como si hubiese sido escrito por primera vez en el idioma de llegada.


La esperanza, 1872
Pierre-Cécile Puvis de Chavannes (1824-1898)


3. Una obra en obras

El traductor, al mismo tiempo arquitecto y albañil del lenguaje, influye como tal en el crecimiento de su lengua nativa. Se enfrenta a una obra en obras. La casa original conservará su estructura, pero habrá que reconstruirla utilizando las vigas adecuadas en la lengua a la que se traduce: esos espacios entre las salas, esos rincones donde los personajes hacen un aparte, esas paredes desnudas, esos ascensos y descensos por las escaleras de la emoción. Y un nexo o un artículo equivocado, una disyuntiva falsa, una coma mal puesta o una secuencia que, aun signos de puntuación, no atienda a la regularidad del ritmo, pueden provocar el derrumbe de la casa (trama, textura, argamasa).

No habrá verdadera historia de la literatura "nacional" sin el aporte de las traducciones que en un país han sido. La conciencia lingüística crece gracias al uso y se enriquece, desde luego, con la lectura de obras que constituyen la tradición de la propia lengua (próxima o remota en el tiempo y en el espacio: de Berceo a Carolina Coronado a Martín Santos a Sor Juana Inés de la Cruz a Esteban Echeverría al Inca Garcilaso de la Vega...). Pero en ese crecimiento intervienen las obras traducidas de lenguas muy dispares, en una especie, como diría Roland Barthes, de "babel dichosa". No sólo grandes obras: habrá que leerlo todo, "hasta los papeles tirados en la calle", y reconocer, en este sentido, que nos formamos como lectores de libros bien escritos (traducidos) y de otros no tan buenos. Devoramos; seleccionamos; seguimos leyendo, y la selección se torna cada vez más rigurosa. Crece la conciencia crítica, crece el gusto por la lengua bien usada, único sostén posible de un contacto intenso (hermoso, diría) con el mundo.


El mito de la creación
Franz Marc (1880-1916)


4. El traductor no es ninguno

Porque la lengua no es sólo comunicación sino construcción paulatina de nuestro puesto en el mundo. El maltrato de la lengua lleva a la pobreza mental, a una sintaxis de poca monta, a la naranja mecánica, al vuelo corto, casi a ras de suelo. Como un escritor más, el traductor pone en contacto mundos diferentes. Deleitosa promiscuidad la suya, nos hace acceder a otras formas de vivir y de combinar las palabras. Por ello, cada vez que no se dice con claridad el nombre del traductor en las reseñas, en los anuncios publicitarios, en los programas de televisión, en los recitales de poemas de autores extranjeros, se está condenando a la sombra a un individuo (me refiero a un profesional, no a un metomentodo) que vuelca una lengua en otra lengua. Por ello, cada vez que, traicionando subrepticia o abiertamente la Ley de Propiedad Intelectual, no se paga una traducción con justicia o no se liquidan los derechos correspondientes a la obra traducida, se comete, sin ambages, una estafa: artero beneficio a costa del uso preciso y precioso de las palabras.

El traductor (transcreador, dice Haroldo Campos) tiene nombre propio, aunque muchos, todavía, lo juzguen común. El único Innombrable, dicen, es Dios. No tiene firma y ni siquiera lo vemos, o posee todos los nombres, que es como decir "ninguno".


MERLINO, Mario. "El traductor se asoma a la ventana", en Boletín Informativo de CEDRO, n.º 55, julio-agosto de 2006, pp. 10-11.

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