Asimetría de la traducción



Comparto sin duda esta perspectiva vital en torno a la traducción, reconociendo, en palabras de Cronin (2006: 10): “the possibility of thinking about translation as a way not only of thinking but of being and acting in the world”. Traducir como forma de ser y actuar. Así sea.
Pues, en más de un sentido, nos pasamos la vida traduciéndonos, traduciendo a los demás, y lo que nos sucede, es decir, tratando de entender, tratando de comunicar la diversidad, la asimetría, la complejidad y el caos que nos conforma y que, a veces, nos da sentido y nos descubre la simplicidad de las cosas que perduran. El nuestro es, con mucho, un mundo repleto de zonas de contacto en el que la cultura adquiere sentido en el movimiento, en el intercambio, en la asimetría en sí misma. Un mundo donde la traducción se ha convertido en la principal ruta comunicativa, como opina, por ejemplo, el antropólogo James Clifford (1997), quien, de forma muy sugerente, propone “viaje” como término de traducción, que, como tal, nos enseña de los demás, de las culturas e historias distintas a la propia, lo suficiente como para empezar a percibir lo que estamos perdiendo, lo que no conocemos. Quizás, lo que nos gustaría descubrir del otro. Y esa percepción, esa curiosidad, es un enriquecimiento. 

La traducción, en suma, atraviesa todos los ámbitos de la vida, trata de hacer el mundo más convivible y comunicable en medio de las diversidades y todo lo que percibimos que nos falta o desconocemos. En ese orden de cosas, el periodista Ryszard Kapuscinski (2004: 53) reconocía: “para definir mi oficio, el calificativo que más me gusta es el de traductor”. Traductor como posibilitador de la comunicación, en un mundo diverso y en marcha continua. 

Toda esta reflexión, desde los estudios de traducción es posible gracias y a partir del denominado “giro cultural” en los años ochenta, que supuso, ante todo, la recuperación del valor de la traducción-interpretación y de su fuerza implícita en cuanto acto cultural y político, a través de la superación de las ideas de invisibilidad y no intervención, que ha seguido creciendo en el pensamiento traductológico de los últimos años.

[...] El lenguaje, materia prima de quienes traducimos, es poroso, dúctil, maleable. Maravilloso. Pero para muchos autores y autoras transculturales la lengua también puede ser dolorosa. Pues, conscientes de la posición minorizada que ocupan en términos de fuerza en el contexto global, eminentemente eurocéntrico, muchos autores en esta situación optan por escribir en la lengua europea que llegó a sus países por la vía del imperialismo, y que ha terminado por convertirse en la lengua oficial, global, lingua franca, vehículo de comunicación, dado que esta opción translingüística puede permitirles el acceso al repertorio y el mercado transnacional, al mundo. Es una opción necesaria para ir, de una vez, más allá de los estereotipos, para dar a conocer las visiones y versiones que de otro modo permanecerían silenciadas. Pero es una opción que duele y que, ante todo, no es sencilla.

Así, en la evidente asimetría de poder que impone la occidentalización de las cosas, el inglés ha ganado la partida en muchos contextos. Nos movemos, qué duda cabe, en una órbita eurocéntrica que deviene de la posición hegemónica de la cultura occidental. Pero, gozosamente, y a pesar de las complejidades, muchos autores han logrado, desde lenguas mayoritarias, como el inglés, dar cuenta de todo aquello que desean compartir. En este sentido, merece la pena recordar las palabras de Pascale Casanova (2002: 70), cuando dice que:
"(...) el país de la literatura no es la isla encantada del mestizaje y del multiculturalismo, del acceso ilusorio de todas las culturas al reconocimiento universal: es un territorio desigual en el que los más desfavorecidos literariamente son sometidos a una violencia invisible. La literatura universal es hoy asunto de rebeldes y de revolucionarios que consiguen subvertir la ley literaria y conquistar, a través de la invención de formas nuevas, su libertad de escritores."
[...] Con la sencillez que suele impregnar lo verdaderamente importante, dice Roberto Saviano (2007: 66) que el amor es lo contrario de la muerte. Yo creo que la traducción, en muchos sentidos, también.

SALES, Dora. "Prólogo [a Traducción y asimetría, de África Vidal]. Traducción, lo contrario de la muerte" [artículo íntegro].

Las justificaciones del traductor


El 5 de julio de 1794 el Diario de Madrid inserta en sus páginas un prospecto para la suscripción de la novela de Samuel Richardson Clara Harlowe, traducida por José Marcos Gutiérrez, que se inicia con estas palabras:
"Es muy debido que al convidar al público para la subscripción de una obra, se le manifieste su mérito sin exageración, ni estos elogios cargados de frases con que suele procurarse engañar al público. El testimonio de un traductor es tan sospechoso, que ningún aprecio debe hacerse de él." (p. 749)

Y en parecidos términos se expresa Cándido María Trigueros en el prólogo a Mís pasatiempos, colección de relatos publicada en 1804:
"A cada instante se esparcen prospectos de obras nacidas en tierras extranjeras, que se dicen vertidas al castellano (como quien vierte un vaso inmundo en un lugar sucio) y son novelas de muchos tomos [...] Sus anuncios manchan las gacetas y los diarios con los desmesurados y descomunales elogios que en ellos rebosan; ya se ve, como que son escritos por los interesados que a nada tienen miedo sino a la falta de venta. (Trigueros 1804: viii-ix)

Probablemente no faltaban razones para criticar esa generalizada actitud apologética de las novelas que se anunciaban en la prensa dieciochesca con motivo de su publicación o la apertura de suscripción. Pero, en honor a la verdad, hay que reconocer que el autor, el traductor o el editor de una novela están anunciando un producto que se pone en venta, y hay que convencer al posible comprador de las excelencias del mismo. Pura táctica comercial.

No quiero que parezca frivolidad el plantear en estos términos un problema que, enfocado en sus precisas coordenadas de historia literaria, me parece de gran interés. Esos "desmesurados y descomunales elogios" de cada nueva traducción de una novela extranjera que se publicaba en España a finales del siglo XVIII, y que suelen aparecer, efectivamente, en los prospectos de suscripción, pero también en los prólogos a las novelas que redactan los propios traductores, es lo que yo he preferido llamar, situándome desde otra perspectiva, "las justificaciones del traductor".

[...] El prospecto de suscripción destaca, de entrada, por la singularidad de estar escrito en forma de diálogo, y por su extensión, cuatro páginas. El recurso dialéctico le resulta muy útil a su redactor para que el Crítico exponga las pegas al uso en materia de traducción novelesca, y el Traductor a su vez, bajo la forma de una defensa, despliegue sus consideraciones teóricas al respecto. Se trata, básicamente, de las mismas ideas, y en ocasiones presentadas en los mismos términos, que aparecen en el prólogo a la novela. Y esas ideas y reflexiones, que se repiten en otros prospectos de suscripción y en otros prólogos de novelas, creo que condensan la situación y los problemas en los que se desarrolló la labor de traducción de obras novelescas en España en las dos últimas décadas del Setecientos.

El prólogo a una novela en el siglo XVIII cumple, como en los siglos anteriores, una primera función de introducción y presentación del texto narrativo que se ofrece al lector (García de León 1985: 489-490) .

[...] En el caso de una traducción, a la presentación del original debe seguir casi inevitablemente el elogio del mismo, porque sin la calidad y méritos de una novela extranjera nada parecería justificar su versión al castellano, Esta justificación de una nueva traducción parece tanto más necesaria en un momento de avalancha de traducciones novelescas corno el que se dio en la última década del siglo XVIII, y, por tanto, cuando ante el aumento y la variedad de la oferta narrativa, hay que insistir especialmente en los valores de cada nueva novela que sale al mercado. Por ello, David y Otero, después de reflexionar sobre la función de la novela, concluye con un esperable y tópico:

No creo que entre las muchas novelas publicadas en España desempeñe otra alguna mejor que la presente estos y demás requisitos para hacerla casi perfecta; pero no rne detendré en hacer su elogio, pues alabarla a los lectores cuando la tienen en su mano para juzgarla, sobre ser impertinente, sería agraviar su discernimiento. Quédese esto para los prospectos de suscripción. (David 1802: vii-viii)

Y en efecto, esa baza ya la había jugado el traductor al salir a la venta la primera edición en el pertinente papel, donde -allí sí- había que ganarse al posible suscriptor. Allí, al comentario socarrón del Crítico: "No niegue Vm. que todo este preámbulo va a parar en decirme que su novela es la mejor de las conocidas en la redondez de la tierra", el Traductor contesta con igual tópico: "No me creería usted si la encareciese a ese extremo, pero me creerá si le juro a fe de traductor que quizá no habrá leído Vm. otra de un interés tan vivo y sostenido, que tanto embelese, que tanto conmueva..."

[...] Un contemporáneo de David y Otero, Casiano Pellicer, en el prólogo a su versión de La Galatea de Florian, pedía a "los que están escarmentados con el diluvio de mezquinas traducciones", que no confundieran la suya con "las traducciones de a docena, donde el estilo es frío, oscuro, sin gracia, sin armonía, con mil expresiones impropias, extravagantes, inusitadas, y estropeada sobre todo la lengua castellana" (Pellicer 1797: xxiii) . Esta actitud de rechazo y crítica a la tarea y los resultados de la traducción parece explicar por qué la parte más importante del prólogo de una novela traducida esté destinada a la "justificación" de esa versión, lo que normalmente se hace no resaltando los méritos sino ponderando las dificultades que ha supuesto su realización.

¿Cuáles fueron, en este caso, esas dificultades? El problema básico de toda traducción literaria lo plantea David y Otero con una vieja imagen: "Yo me he esmerado en que la mía [su traducción] saliese como una estampa respecto a una pintura, que puede todo conservarlo excepto el colorido; y aun para que tenga algo de esto, he iluminado lo mejor que he podido mis cuadros, procurando darles los propios colores que tienen en el original" (David 1802: xv-xvi) . La gran dificultad de la traducción es, pues, de orden estilística, puesto que, como declara David y Otero haciendo suyas las teorías sobre la traducción de Cervantes (David 1802: xiii-xv), es imposible reproducir el estilo del texto original . Y más cuando el traductor afirma que "una de las grandes bellezas del original consiste en el encanto del estilo [ . . .], que es también lo más difícil de volver a otro idioma" (David 1802: xiii) . En esa concepción de la traducción como algo más que el trasvase de palabras de una lengua a otra, David y Otero es consciente de los defectos y limitaciones de su versión en punta de estilo -sobre ello volveremos-, pero reconoce: "no acierto a enmendarlos sin faltar a la gracia y a la fuerza de expresión del original".

Esta dificultad de no poder transmitir los valores estilísticos del texto original es el mayor escollo que todos los traductores de novelas confiesan tener que superar, y suele situarles ante el dilema de elegir entre la literalidad o una mayor libertad expresíva.

GARCÍA GARROSA, María Jesús. "Las justificaciones del traductor de novelas: Carolina de Lichtfield, de F. David y Otero" [versión íntegra anotada].

El caso José Robles

José Robles Pazos en 1918.
(c) The New York Times, cortesía de Dolores B. de Robles.

1936, apenas unos meses después del estallido de la guerra civil española. Las tropas de Franco han alcanzado la ribera del Manzanares y la caída de un Madrid implacablemente bombardeado parece inminente cuando el agregado militar norteamericano en España acude al Ministerio de la Guerra. Pretende hablar con Vladimir Gorev, el general más joven y brillante del Ejército Rojo soviético, enviado a España por Stalin, pero es recibido por su hombre de confianza, el gallego José Robles Pazos, un jovial e ilustrado teniente coronel que siempre viste de paisano, para disgusto de André Marty, el controvertido líder de las Brigadas Internacionales.
Robles Pazos, un intelectual cosmopolita nacido en Santiago de Compostela, era un ferviente republicano pese a proceder de una familia monárquica conservadora (su hermano Ramón llegaría a ser capitán general durante el franquismo), que nunca quiso sin embargo ser militar en ningún grupo político. El hombre que tradujo Manhattan Transfer y que mantuvo una gran amistad con su autor, John Dos Passos, y con Ernest Hemingway, los dos escritores más influyentes en la época, tenía un sincero y desinteresado compromiso con la causa republicana.

La guerra lo sorprende en España durante unas vacaciones y renuncia a volver a la seguridad de su puesto en la Universidad Johns Hopkins de Nueva York, incluso cuando el gobierno republicano decidió abandonar el Madrid sitiado para refugiarse en Valencia. Cuando se entrevista con el agregado militar estadounidense —que le reitera la conveniencia de regresar a Nueva York— Robles ignora que sus días están contados y que su asesinato provocará una de las polémicas más viscerales que incendiaron la literatura mundial. Su muerte, sepultada en una conspiración de silencio, es una mancha que los intelectuales del antifranquismo no supieron cómo abordar y que el escritor Ignacio Martínez de Pisón sacó a la luz en 2005 en su libro Enterrar a los muertos.

Aunque nacido en Santiago, Robles se crió en Madrid, donde su padre, traductor ocasional de poesía gallega, trabajaba como archivero. Dos Passos, el gran novelista norteamericano con el que mantuvo una fraternal amistad, lo describe en Años inolvidables, como “un excelente conversador, irónico y mordaz”. Pazos es admitido en los años 20 como profesor de la Universidad Johns Hopkins de Nueva York, el “nuevo Babylon” en el que Dos Passos y, en menor medida, Hemingway, serán sus cicerones. Dos Passos supo a través de Robles de la genialidad de un Valle Inclán por el que expresó admiración en una carta fechada en 1926 —le entusiasmaba especialmente Los cuernos de don Friolera—, y el compostelano compartió con el célebre amigo sus mordaces reflexiones sobre su desembarco como guionista en Hollywood. “No vale la pena pasar los días elaborando idioteces para Marlene Dietrich”, le escribió en una carta a propósito de su trabajo en El diablo era mujer, de Von Sternberg. Dos Passos —al que la muerte de Robles apartaría de sus convicciones comunistas— era en aquellos años un joven radical hasta la médula. Formó parte del comité que defendió en Chicago a los anarquistas Sacco y Vanzetti, cuya ejecución en 1927 tildó de asesinato, y en 1928 publicó El visado ruso, tras un viaje a la URSS, en el que expresó sus simpatías por la revolución.

La preocupación de Dos Passos por la República española lo llevó en 1936 a proponer la creación de una agencia de noticias independiente sobre la guerra para presionar a Roosevelt a vender armas a los republicanos. Frustrado este proyecto, el novelista concibió la idea de rodar un documental que mostrara al mundo el sufrimiento del pueblo español, para lo que se asoció con Hemingway. Tierra española se estrenaría, sin embargo, con unos créditos en los que ya no figuraba el nombre de Dos Passos, desencantado por el asesinato de su amigo gallego.

Francisco Ayala recuerda en sus memorias la primera noticia alarmante sobre la misteriosa desaparición de José Robles, que en diciembre del 36 prestaba en Valencia sus servicios en el Ministerio de la Guerra y en la embajada soviética. Una tarde faltó a la tertulia del Ideal Room, a la que asistían entre otros Alberti, Rosa Chacel o Alfaro Siqueiros. Nunca se le volvió a ver. Más tarde se supo que un grupo de hombres irrumpió de noche en su casa y se lo llevaron.

La mujer de Robles, la artista Márgara Villegas, movilizó desesperadamente a sus amigos intelectuales, pero Martínez de Pisón escribe que al menos uno de ellos, Rafael Alberti, de los más influyentes en aquel momento, le dio la espalda. El coruñés Eugenio Granell, uno de los referentes internacionales del movimiento surrealista, firmó en 1977 un ácido artículo en el que reprochaba a Alberti su silencio ante los asesinatos del estalinismo, entre ellos “el del profesor Robles, ordenado por los rusos”. Sólo en un posterior libro de conversaciones hablaría Alberti del caso Robles. Según el poeta gaditano, no hubo manera de defenderlo: “Decían que estaba probado que Robles era un espía y lo fusilaron”.

“Todo se subordinaba entonces a un eslogan: primero, ganar la guerra” —explica Martínez de Pisón, ganador del Goya por el guión de Las trece rosas—. “Se decía que difundir las miserias del bando republicano era dar cartuchos al enemigo. La izquierda renunció en el 36 a la verdad y ese dilema moral fue el que enfrentaría a Dos Pasos con Hemingway a causa del asesinato de Robles”, considera el escritor. El motivo por el que liquidaron a Robles es todavía objeto de discusión. Parece probado que su muerte se produjo tras ser interrogado en las checas de la NKVD (el germen del KGB) y que en la decisión de matarlo se implicó personalmente Alexander Orlov —el agente que reclutó a Kim Philby en Cambridge—, jefe de la red del espionaje soviético en España.

La hipótesis más extendida es que Robles, por su trabajo como asesor de los soviéticos, sabía demasiado y pudo cometer alguna indiscreción sobre los planes para aplastar a las milicias de la CNT y el POUM, que no acataban la disciplina del Partido Comunista, denunciados en el libro autobiográfico Homenaje a Cataluña por el Orwell de Rebelión en la granja y en la película de Ken Loach Tierra y Libertad. Martínez de Pisón argumenta otra explicación más perversa: la sorda pugna entre los militares soviéticos enviados a España y la propia NKVD. Stalin recelaba de la posible contaminación ideológica de aquellos generales rusos que habían combatido en España junto a trotskistas, anarquistas y republicanos. Y especialmente de uno de ellos, idolatrado por las tropas republicanas y el pueblo madrileño durante el asedio fascista a la capital: Vladimir Gorev, el jefe de Robles. Gorev, al que muchos historiadores consideran el auténtico salvador de Madrid al inicio de la contienda, fue fusilado por Stalin nada más pisar Moscú a su regreso de España y el principal argumento fue que su hombre de confianza, el gallego Robles Pazos, era un espía. “A Robles no lo fusilaron por traidor, lo fusilaron para hacer de él un traidor”, afirma Martínez de Pisón.

ROMERO, Santiago. "La espina gallega de Hemingway" [artículo íntegro], Suplemento de La Opinión A Coruña, 5/22/2011.

John Dos Passos y José Robles

John dos Passos, 1939.
(c) Eric Schaal.
Dos Passos comenzó a ser conocido entre los lectores al inicio de la II República gracias sobre todo a la traducción que José Robles (traductor igualmente de otra emblemática obra de crítica social, Babitt, de Sinclair Lewis, por cierto muy apreciada por Trotsky) realizó de Manhattan Transfer para la emblemática editorial madrileña Cenit, que también editó Rocinante sigue el camino, obra de viaje recuperada por Alfaguara, que no es otra que la efectuada por la editorial Cenit en 1930, una versión de la que fue autora Márgara Villegas, para más señas mujer de José Robles Pazos. Recordemos que en Cenit tuvo mucho que ver Juan Andrade, y en menor grado Andreu Nin y Julián Gorkin.  Sobre esta visión de España ofrecida por Dos Passos apareció en 1980 un documentado y riguroso volumen de la profesora Catalina Montes, La visión de España de John Dos Passos (Ed. Almar, Salamanca, 1980), que explica que España significó para “Dos” otra forma de vida más humana frente a la competitiva sociedad norteamericana dominada por los trust, contra los que desarrolló un discurso antagónico en su fase de novelista innovador.

En Rocinante... el autor de Manhattan Transfer registra la visión de un país de virtudes antiguas como la hospitalidad o el apego a la tierra y las tradiciones, una España de hombres pobres que sin embargo prolongaban sus horas de alegría hasta la madrugada: el triunfo de la vida y del ser humano en un mundo de mugre y harapos. Se trata también de un testimonio de sus sentimientos hacia las formas de vida precapitalista, de su admiración por la sociabilidad popular, por una humanidad que el capitalismo acabará destruyendo. Su fascinación no era muy diferente a la que también sintieron otros “españoles” norteamericanos como Ernest Hemingway y Orson Welles.

Héctor Baggio, en su obra John Dos Passos: Rocinante pierde el camino (Altalema,  Madrid, 1978) ofrece algo así como un “borrador” del libro de Martínez de Pisón, además de cumplidas notas cronológicas y bibliográficas y una pequeña hemeroteca sobre cuando la prensa oficialista reseñó en 1972 su muerte, y en la que se oculta su compromiso republicano. Hasta la segunda mitad de los años setenta no apareció una recopilación de sus escritos titulada La guerra civil española (La Salamandra Ed.,  tr.  Irene Geiss,  Buenos Aires, 1976), al final de la cual ofrece datos sobre su entrevista con Andreu Nin y una entrevista para el diario de la CNT, la Solidaridad Obrera; y cuando le preguntan sobre los anarcosindicalistas españoles, declara: No estoy bastante capacitado para opinar sobre este asunto. Sin embargo, como americano que soy, y con ideas libertarias, creo que un movimiento de libertad individual tiene grandes posibilidades. (...) Un trust ruso quizás sea menos demócrata que un trust norteamericano (...) La verdadera democracia de los Estados Unidos se parece al ideal anarcosindicalista en muchos casos” (p. 82). En Rocinante... ya se había referido a la “esencia” de lo español, escribiendo. "España es la patria clásica del anarquista".

Obviamente, este primer “Dos” fue un defensor tan entusiasta de la causa republicana como lo era su amigo y traductor José Robles. No dudó ni un momento en ponerse al servicio del escenarista holandés Joris Ivens, y fue “Dos” el que empujó a Hemingway para producir juntos un film prorrepublicano: The Spanish Earth, destinado a recabar la máxima ayuda de la izquierda norteamericana en una época en la que, según Orson Welles, toda la cultura norteamericana era de izquierdas.  Lo de “Dos” fue consecuencia natural de un largo trayecto de compromiso político en el que la defensa de la República era una consecuencia natural.

Apenas puso los pies en España, “Dos” se precipitó a saludar a su amigo Robles,  y pleno de estupor, no tardó en saber que éste, según todos los indicios, había sido ejecutado por los agentes rusos situados  en el “entorno” del general Vladimir Gorev, con el que Robles trabajaba como intérprete y responsable junto con Miaja de la dirección de la defensa de Madrid (y como la mayoría de los responsables soviéticos en la guerra, ejecutado por los sicarios de Stalin al regresar a la URSS). Aquel “pequeño incidente” en un contexto tan extremo como una guerra contra el militar-fascismo que fusilaba a la gente del pueblo en plan industrial, apareció como una perturbación fuera de lugar. Pero “Dos” consiguió la implicación de la John Hopkins, y obligó a las autoridades a darle una respuesta. Esta fue la siguiente, “Había sido un error”, pero ni tan siquiera le podían clorar (sic) en qué había consistido, como y cuando se había perpetrado su muerte.  Según ha contado Wilebaldo Solano, el POUM, a sugerencia de Jordi Arquer, trató de crear una “comisión de investigación”, pero los acontecimientos no dieron margen, entre otras cosas porque el “caso Robles” fue algo así como un prólogo del “caso Nin” y de la campaña contra el POUM.

A esta historia habría que añadirle otras: los escandalosos “procesos de Moscú”, el pacto germano-soviético, la invasión de Finlandia por tropas soviéticas... La crisis de Dos Passos va paralela a la de otros radicales, en concreto a los que se congregan en la revista Partisan Review, amigos del POUM, miembros del Trotsky Defense Committee, que comenzarán en esta coyuntura una evolución cada vez más hacia la derecha. Su trayectoria no muy diferente a la del prominente filósofo John Dewey, y es la misma que afectara a escritores e intelectuales que más seriamente se habían comprometido: Upton Sinclair, Max Eastman, James Burham, Lionel Trilling, Daniel Bell, John Steinbeck, etc. Una larga lista de “desencantados” que operó en el sentido del mito del “hijo pródigo”, en el caso de Dos Passos se trata de una realidad concreta, el padre que había sido compañero de aventuras radicales con Mark Twain y otros, acabó abominando el sufragio femenino y clamando contra la reclamación de las ocho horas. El hijo abandona el internacionalismo por el nacionalismo, no se reconoce con la clase trabajadora “domesticada” por el New Deal para reconciliarse con los trust, y en literatura abandona lo experimental para entrar de lleno en el clasicismo. Todo lo que escribirá después de España suena a arrepentimiento. 

GUTIÉRREZ, Pepe. "John Dos Passos y el caso Robles" [artículo íntegro], Fundación Andreu Nin.