Traducción y paráfrasis



The Edinburgh Review, julio de 1913
Cuando Emerson dijo: "Nos complace que todo obedezca a su propósito, ya sea una vaca lechera o una serpiente de cascabel", suponía, tal vez de manera demasiado apresurada en el último caso, que de todos son conocidas las funciones que una vaca lechera o una serpiente de cascabel están llamadas a desempeñar. Aunque nadie ponga en duda que la labor de un traductor es traducir, existe y siempre ha existido gran diversidad de opiniones respecto a la libertad que este puede concederse a la hora de cultivar su oficio. ¿Ha de adherirse rigurosamente a una interpretación literal del texto original o permitirse la paráfrasis, y, si se la permite, dentro de qué límites? Al decidir cuál de estos caminos seguir, el traductor se sitúa entre Escila y Caribdis. Si se aleja demasiado de la literalidad del texto provoca la censura del purista, quien entonces lo acusa de endosarle al autor original palabras que este nunca empleó, pudiendo incluso haber distorsionado ideas o sentimientos que pretendiera transmitir. Si por el contrario vierte palabra por palabra a menudo se encontrará, sobre todo cuando la traducción es poética, con que en un cacofónico esfuerzo por desviar el genio de una lengua a un cauce poco natural, toda la belleza y quizá parte del auténtico significado del original han podido desvanecerse. En un instructivo artículo sobre traducción publicado en la Encyclopaedia Britannica, el doctor Fitzmaurice-Kelly cita la suma autoridad de Dryden en lo concerniente a la trayectoria que debería seguirse para alcanzar una traducción ideal.

Todo traductor (expone Dryden) que escriba con la fuerza de espíritu de un original nunca ha de obstinarse en las palabras de su autor. Deberá armarse de paciencia y comprender a la perfección su genialidad y su sentido, la naturaleza del asunto y la terminología del arte o tema tratado; solo así se expresará con la propiedad y el fluir de un original. Mientras que quien al pie de la letra copia pierde toda esencia en su tediosa transfusión.

Al aplicar el canon de Dryden, conviene distinguir entre prosa y verso. La composición de buena prosa, que Coleridge describe como "palabras en el orden correcto", es sin duda de vital importancia a todos los efectos para el historiador, el filósofo o el orador. Un ejemplo de cómo la buena prosa puede evocar en la mente del lector la vívida imagen de un sorprendente acontecimiento es la descripción de la muerte de Cranmer que Jeremy Collier le acerca en su libro, y que en este caso despertó la entusiasta admiración del señor Gladstone[1]: "Parecía --escribió Collier-- repeler la fuerza del fuego y obliterar la tortura con el pensamiento". Sin embargo, el principal objetivo del prosista, y más aún del orador, debería ser enunciar sus hechos o demostrar su caso. Cato estableció el sólido principio del "rem tene, verba sequentur" ("Si dominas el tema, vienen solas las palabras"), y Quintiliano sostenía que "cuando se trata de temas importantes, ningún hablante debería mostrarse muy solícito con sus palabras". Cierto es que este principio se ha honrado más veces por incumplimiento que por observancia. Luciano, en su Lexiphanes[2], dirige el astil de su afilada sátira hacia la meticulosa atención que a la fraseología prestan sus contemporáneos. El cardenal Bembo sacrificó la substancia por la forma hasta el extremo de advertir a los jóvenes que no leyeran a san Pablo por si su estilo pudiera salir perjudicado, y el profesor Saintsbury[3] menciona el caso de un autor francés, Paul de Saint-Victor, que "cuando se sentaba a escribir, solía alternar en el papel palabras que lo habían fascinado y plasmaba su tema con y por ellas". Son ejemplos de esa enajenada veneración verbal que no en pocas ocasiones ha acarreado nefastas consecuencias, porque ha tendido a engendrar la creencia de que la habilidad política se equipara a la buena prosa o la fervorosa oratoria. La oratoria en que Demóstenes sobresalía, según el profesor Bury[4], "era la de maldecir la política griega".
La atención que los clásicos prestaban a lo que podrían denominarse trucos de estilo quizá haya agudizado en cierto modo las dificultades de la traducción prosística. No siempre resulta fácil reproducir en lengua extranjera los sutiles matices lingüísticos de la oratoria demosténica: la anáfora (repetición de una misma palabra al principio de dos oraciones coordinadas yuxtapuestas), la anástrofe (la última palabra de una oración que aparece al comienzo de la siguiente), el polisíndeton (iteración del mismo nexo conjuntivo) o la epidiortosis (corrección de una expresión). Sin embargo, al enfrentarse a una composición en prosa, el peso de los argumentos, la lucidez con que los hechos se exponen y la fuerza de las conclusiones tienen, o deberían tener, en la mente del lector prioridad sobre cualquier sentimiento desatado por la musicalidad de las palabras o el magistral orden en que se disponen. Además, en prosa más a menudo que en verso, atrae más la belleza de la idea expresada que el lenguaje con que se viste.

Notas
1. MORLEY, John. Life of Gladstone, vol. III, p. 467.
2. WEISS, 1841, vol. II, p. 303.
3. Loci Critici, p. 40.
4. History of Greece, vol. II, p. 326.


CROMER, Conde de. "Translation and Paraphrase" [v. artículo íntegro], en Political and Literary Essays (1908-1913), MacMillan and Co., 1913, pp. 54-73.